Creímos...

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... que el parque estaría desierto cuando llegáramos, pero ya había muchísimas personas armando sus puestos de trabajo y montando las casetas para los espectáculos. En medio había una tarima donde estaban instalando varios micrófonos y parlantes.

Ayudé a Ana a organizar nuestro pequeño puesto en medio de otros más, juntos formaban una hilera larga que bordeaba la plaza. Unos metros más al fondo iniciaba el bosque y para el anochecer algunos chicos acostumbraban escabullirse por allí a beber y fumar alrededor de una fogata.

Para las nueve de la mañana la música atrajo a los vecinos que llegaban con sus familias cargados de mantas y reposeras. Joe llegó para instalar su parrilla y a pesar de que las familias solían traer sus propias canastas con comida, no tardó en tener una hilera de clientes atraídos por el delicioso aroma.

El transcurso de la mañana fue llevadero. Sin embargo para el mediodía la temperatura aumentó y el calor empezó a ser insoportable.

—Ya no hay agua —le avisé a Anabelle, tirando al cesto la última botella que habíamos comprado. Los dos termos con agua fresca que habíamos cargado en casa se habían acabado bien temprano y ahora nos quedaba esperar a que papá nos abasteciera de más provisiones si no queríamos gastar dinero.

—Allí está Julie Thompson, iré a preguntarle si le queda un poco —avisó Anabelle, dejándome a cargo del puesto.

Recordando que habíamos traído unos polos de durazno, me levanté de la manta del suelo en donde me había acomodado y saqué debajo de la silla que ocupaba Ana la pequeña heladera que escondíamos en la sombra. Me incliné hacia abajo dándole la espalda al sol y la abrí.

El hielo se había derretido y tan solo quedaban algunos rolitos flotando en la superficie. No teníamos mucho, tan solo quedaban algunos rollos, dos manzanas, un racimo de uvas casi pelado porque Ana se había engullido todas y un paquete de Óreos bañadas. ¿A qué imbécil se le ocurría traer un día de treinta y seis grados galletas bañadas en chocolate? Cierto, a mí.

—Esos budines se ven deliciosos. —Me incorporé de un golpe al oír la voz de Jason y me giré, atrapándolo con los ojos en mi trasero. Él sonreía divertido, pero luego pareció comprender lo que parecía la situación y se retractó—. No esos, es decir, no tus... hablo de los budines de Anabelle, estos —se corrigió, agarrando uno de la mesa con torpeza.

Lo miré con los ojos entrenados y él se ruborizó.

—¿Quieres? —pregunté—. El budín ese —aclaré rápidamente ante su estúpido gesto.

—Claro —aceptó, divertido. Ahora la ruborizada era yo—. También dame ensalada de frutas si quedan. Necesito algo fresco.

Abrí la otra heladera y agarré una. Quedaban pocas, eran lo que más se estaba llevando la gente, las frutas eran frescas, sacadas de la huerta de Ana y las frutillas recién cosechadas. Jason pagó con el cambio justo, lo cual le agradecí porque todo el mundo nos había estado dando billetes grandes.

—¿Estás sola?

—Ana fue a buscar algo, papá tiene que venir pronto y... —Miré a mis espaldas donde estaba Joe coqueteando con una chica. Había dejado su puesto sólo.

—¿Irás más tarde a la fogata? —preguntó, cuando creí que iba a marcharse.

—No lo creo. ¿Tú irás?

—Yo, Eveline, los chicos... casi todos supongo. —Pero «casi todos» no eran mis amigos y «los chicos» tampoco. Y Jason se dio cuenta—. Así que, bueno... esto... nos vemos —farfulló, marchándose.

El día pasó lento. Anabelle me dejó ir a pasear algunas veces, pero no había mucho para hacer y tampoco la quería dejar con todo el trabajo. En uno de esos recorridos compré un taco picante que me dejó la boca ardiendo y un helado. Me topé a muchas personas, pero nadie que me importara mucho para quedarme conversando por más tiempo.

El chico equivocado© [COMPLETA]Where stories live. Discover now