Capítulo 9

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Lunes, comienzos de abril. 

La primavera estaba en pleno apogeo. El clima era templado y las copas de los árboles se habían colmado de flores, recreando las bellas panorámicas de postal que tanto atraían a los turistas.

Sin embargo, para los estudiantes, esta estación no resultaba tan optimista. En abril se daba inicio el tercer trimestre. Los exámenes finales estaban a la vuelta de la esquina. Pronto comenzarían las interminables jornadas de estudio, estrés y desesperación. Sin lugar a dudas, una época complicada para la gran mayoría del cuerpo estudiantil.

Durante la hora del almuerzo, Anabeth notó que en el comedor no se hablaba de otra cosa. Era comprensible. Los A-Levels ponían los nervios de punta a cualquiera y con motivos de sobra.

Una vez que terminó su comida, se levantó y salió del lugar. Necesitaba alejarse de ese ambiente tenso y cargado de incertidumbres.

"Aún faltan semanas para los exámenes. ¿Por qué preocuparse ahora?" 

Salió al exterior y siguió caminando hasta llegar a la zona más apartada del campus. Mycroft yacía tendido en el césped con la espalda recargada en el tronco de su árbol predilecto: El árbol de Mycroft. O al menos así fue como ella bautizó a ese viejo roble de ramas exuberantes.

El árbol de Mycroft se convirtió en su punto de encuentro. Anabeth lo visitaba con frecuencia en sus horas libres luego del almuerzo. Amaba la tranquilidad que transmitía el lugar. Por lo general se recostaba en el césped y tomaba una pequeña siesta antes de su clase de Vóley. 

Por regla, Mycroft siempre estaba allí, tendido bajo su sombra con un nuevo libro entre manos. Solo levantaba la cabeza para saludar antes de volver a retomar su lectura. A ella eso no le molestaba. Simplemente conectaba los auriculares a su walkman y pasaba el resto del receso escuchando alguno de sus casetes.

El joven encontró reconfortante que ella nunca intentara rellenar el silencio con conversaciones banales. Solo se abstenía a ofrecerle su compañía silenciosa. Ambos podían sumergirse en sus propios mundos, sin interferir en el del otro.

Pese a eso, en contadas ocasiones, se sorprendía a sí mismo observando a su compañera por periodos prolongados. A veces intentaba deducirla, pero tuvo que aceptar que resultaba completamente en vano. Podía saber qué era lo que había desayunado esa mañana, si tenía luz en su casa o si su padre la había traído al colegio en auto. Pero en las cosas importantes, en las de verdadera relevancia, la chica seguía siendo un auténtico misterio ante sus ojos.  

Era hasta el día de hoy que seguía haciéndose la misma pregunta. 

"¿Por qué sigues queriendo pasar tiempo conmigo?"

Mycroft escuchó un par de pisadas a la distancia. No necesitó desviar la mirada de su libro para saber de quién se trataba. Su ligereza al andar era muy característica.

— Hola, Mycroft.

— Anabeth.

Existió un breve contacto visual antes de que cada uno regresara a sus asuntos. Mycroft observó por encima de su libro los movimientos de la chica. Como de costumbre, ella acomodó su mochila para utilizarla como almohada. Él se preguntó si ese día lograría quedarse dormida, otra vez. 

Sus ojos regresaron al texto, pero su mente se encontraba muy lejos de las páginas. 

El saber que ella estaba allí tendida a solo un metro de distancia, escuchando música, leyendo o durmiendo, contribuía a generar una atmósfera de paz y tranquilidad. Si bien el lugar era pacífico por sí solo, Mycroft se había acostumbrado a su presencia. Jamás lo admitiría en voz alta, pero tener a Anabeth cerca le resultaba extrañamente agradable.

A veces se sorprendía a sí mismo esperando que la ojimiel tomara su lugar en el prado. Luego de meditarlo seriamente, llegó a una explicación sobre este fenómeno: el sentirse acompañado le generaba una sensación de calma, por más contradictorio que aquello sonara. En consecuencia, una parte de él se decepcionaba cuando algún lunes o viernes la chica no se presentaba al encuentro.

Luego de un largo proceso reflexivo, Mycroft llegó a una conclusión que lo hizo estremecer.

"Me agrada tu presencia porque cuando estás aquí no me siento solo."

El joven elevó ambas cejas ante su epifanía. Sintió como la preocupación se asentaba pesadamente en la boca de su estómago, al comprender la gravedad del asunto. De alguna manera, comenzaba a encariñarse de Anabeth.

Observó a la chica de reojo, aliviándose al descubrir que se había quedado dormida con la música puesta. Al menos no tendría que esforzarse por ocultar su expresión de desazón. Jamás se había envuelto en situación semejante. 

Por una vez en su vida, no tenía idea de qué hacer o sentir. De momento, solo podría ignorar el asunto y esperar hasta que, eventualmente, ese pequeño brote de sentimentalismo se esfumara. Si de todas maneras, el sentimiento llegara a persistir, se vería en la necesidad de tomar medidas más drásticas.

En cualquier caso, ya habría tiempo para tomar una decisión. Por ahora, lo más sensato era dejar el asunto de lado y retomar su lectura.

***

A lo lejos se escuchó el sonido de la campana. Los alumnos comenzaron a dirigirse a sus respectivas clases. Anabeth se puso de pie y se despidió de él, emprendiendo su camino de vuelta. Mycroft no tuvo apuro en seguirla. Su profesor de debate siempre llegaba con dos o tres minutos de retraso, por lo que aún le quedaba un momento. 

Lentamente se reincorporó, sintiendo sus articulaciones crujir bajo su peso. Dos horas sentado en una mala postura no era bueno para sus vértebras. Cruzó rápidamente el campus y se dirigió a su casillero. Al abrirlo descubrió, arriba de sus libros de texto, una nota doblada por la mitad. La habían deslizado a través de las rendijas de la puerta.

Mycroft rodó los ojos con aburrimiento, aun así desdobló el papel. No tenía remitente, el texto estaba escrito en letras mayúsculas y su mensaje era bastante claro, al igual que amenazador:

<< ALÉJATE DE ELLA >>

Aunque no mencionara nombres, era obvio que la nota hacía referencia a su compañera de laboratorio. Anabeth Smith era la única chica con la que interactuaba. 

Mycroft examinó la hoja con escrutinio. No logró reconocer la letra, pero era evidente que se trataba de un hombre, diestro. Había aplicado considerable fuerza en el trazo, a juzgar por la caligrafía gruesa y la inclinación general de la oración, lo que reflejaba signos de ansiedad y enojo. 

La página había sido arrancada de un cuaderno. El tipo de papel era de una marca común y corriente, al igual que el bolígrafo, el cual provenía de una línea estándar utilizada por la gran mayoría de los estudiantes. No había ningún tipo de huella, decoloración o aroma que pudiera brindarle más pistas sobre su emisor.

El pelirrojo bufó molesto. Esto era lo último que le faltaba; ser acosado por un pretendiente de Anabeth. Ni siquiera estaba interesado en la chica. ¿Quién podría pensar una cosa así? Eso solo evidenciaba que se trataba de algún idiota con muy baja autoestima.

Mycroft cerró su casillero, tomó la nota, la estrujó en un bollo y la arrojó en el cesto de basura más cercano. Lo que no sabía, era que alguien lo observaba desde la distancia. Una mano se contrajo en un puño y volvió a aflojarse. Ese no era el momento. Dio la media vuelta y dobló en el siguiente pasillo, desapareciendo del lugar.

El pelirrojo sintió una mirada en su espalda. Giró la cabeza, pero solo se encontró con un corredor desierto. Negó con la cabeza. Tan solo había sido una mala broma de su cerebro como subproducto de la sugestión. 

Siguió su camino, olvidándose de Anabeth, de la nota y de la extraña sensación de que alguien lo vigilaba.

La Clase del 89' (Mycroft y tú)Where stories live. Discover now