Once

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(Narrador omnisciente)

A Harry le gustaban las Matemáticas, le parecían interesantes y, además, se le daban realmente bien. Sus profesores siempre se lo decían. Incluso cuando no sabía resolver algo por sus propios medios y con todo lo que le explicaban en clase, siempre podía recurrir a su hermana Helena.

Los ojos verde esmeralda del niño de doce años observaban los números en la hoja de la libreta. Usó los dedos de la mano para hacer cálculos mentales rápidos. Aquello lo ayudaba. Según sus amigas Minerva y Melissa, aquello era gracioso. Según él, todo tenía una explicación y, a sus cortos doce años de vida, encontraba la solución de todos los teoremas y las incógnitas de las ecuaciones.

—Harry, voy a casa de Bonnie. ¿A qué hora vendrán Minerva y Melissa? —preguntó Helena.

Harry se quitó las gafas.

—En media hora, supongo —respondió mientras echaba un vistazo al reloj digital que tenía en la muñeca.

—Tened cuidado con las rocas, no quiero ir al hospital como la última vez.

—No te preocupes, Helena. Solo vamos al río, nada más. Y ya tengo doce años, no soy un niño pequeño —respondió Harry.

Helena sonrió y se acercó a su hermano para darle un beso de despedida y decirle que lo quería mucho. Siempre habían tenido una relación muy estrecha e íntima, y se apreciaban mucho el uno al otro. Harry creía que su hermana mayor era la más lista del mundo, aunque a veces era una pesada, sobre todo cuando hablaba incesantemente sobre aquel cantante que tanto le gustaba; y Helena pensaba que su hermano pequeño era el chico más agobiante, dulce e inteligente de la faz de la Tierra.

Helena se marchó y Harry se levantó para ponerse el bañador y coger la toalla, que estaba secándose en el patio trasero dela casa. Era el 21 de julio, y aunque en el pueblo de Greenwood la humedad siempre estaba presente, hacía bastante calor. Por eso, había quedado con sus amigas para bañarse en el río que cruzaba el bosque.

El sol brillaba en el cielo y Harry se imaginó cómo debía de ser tener un perro con el que salir a correr y jugar por el bosque. Siempre se lo había suplicado a sus padres. Desde que su padre había desaparecido, su madre le tenía rotundamente prohibido ir solo al bosque hasta que cumpliera dieciséis años. No podía ir más lejos del río, que estaba justo en el Puente Negro, en la parte oeste del bosque.

Entró de nuevo en casa y cogió una mochila para preparar todo lo que tenía que llevar, que no era mucho. Aunque recordó las chanclas. La última vez que se las dejó en casa, se clavó una roca en el pie y tuvieron que ponerle puntos en el talón. Fue el peor verano de su vida. Se ató bien los cordones de las zapatillas deportivas y fue al garaje para coger la bicicleta. Cuando lo tuvo todo preparado, se sentó en las escaleras del pequeño porche de su casa a esperar que llegaran Minerva y Melissa.

Perdido en sus pensamientos, apoyó la cara en las manos y recordó los días de veranos anteriores, cuando su padre todavía estaba con ellos. Hacía dos años que había desaparecido y todos le decían que había muerto, pero él sabía que no era así. Se había prometido buscarlo cuando fuese mayor. Recordó las noches que veían películas de acción que ni su madre ni Helena querían ver. O cuando su hermana y su amiga Bonnie intentaron broncearse un día en el jardín y ellos las atacaron por sorpresa con pistolas de agua. Lo echaba mucho de menos y daría lo que fuese por volver a abrazarle.

—¡Harry!

Dos niñas en bicicleta se detuvieron delante de la casa y alzaron los brazos. Se colgó la mochila al hombro y se sentó en el sillín de su bicicleta. Pedaleó con fuerza para alcanzarlas, ya que se habían ido sin esperarlo.

—¡Seréis imbéciles! ¡No me dejéis atrás! —exclamó, y ellas rieron.

Minerva iba delante, con sus rizos salvajes al viento, y Melissa la seguía. Su cabello dorado deslumbraba debajo del sol.

—¡Venga, Harry! ¿Es que no tienes fuerza en las piernas? —preguntó en un tono burlón Melissa.

—¡Cállate! —espetó con cuidado de no caer por el camino de tierra rodeado por árboles.

Harry sonrió y pensó en sus mejores amigas. Harry y Melissa se conocieron el primer día que fueron a la escuela. La profesora los sentó al lado porque sus apellidos comenzaban por la misma letra, y desde ese momento habían sido inseparables. Minerva era un año mayor que ellos, pero se encontraban en los recreos. Los tres se llevaban de maravilla.

Harry dejó de pedalear y disfrutó del paisaje. El bosque siempre le había parecido fascinante; mágico y misterioso. Se dio cuenta de que Minerva y Melissa iban mucho más adelantadas que él, por lo que se dio prisa para alcanzarlas. Se sorprendió al ver que un coche se detenía en una casa de madera blanca. Era la casa del viejo Rick, que, según su padre, se había vuelto loco.

Del coche bajó una señora con una caja de cartón muy grande en las manos. Le siguió un niño pequeño de aproximadamente la misma edad que él. Un hombre vestido con una camisa a cuadros y botas de montaña regañó al niño por no ayudar a la mujer. Por último apareció una niña de tez muy blanca y cabello oscuro que cerró la puerta del coche con suavidad. Harry frenó de golpe para observarla. Estaba maravillado.

Notaba cómo el corazón se le aceleraba y las manos le comenzaron a sudar cuando vio que la niña se acercaba a él. ¿Y si lo veía ahí? Podría meterse en muchos problemas. Además, el viejo Rick le daba algo de miedo.

«Que no me vea, que no me vea, que no me vea», rezó para sus adentros.

Dejó la bicicleta en el suelo y serpenteó entre los árboles para verla mejor. La mujer le dijo que alcanzara algo del maletero y entró a la casa, alejándose. Mientras la niña hacía lo que le había dicho, Harry aprovechó para acercarse, escondido entre los árboles.

La niña volvió a acercarse y cuando llegó a los troncos, des-hizo el saco y comenzó a depositar algunas piñas y ramitas pequeñas a la vez que tarareaba una desconocida melodía. Entonces vio sus facciones con claridad. Tenía unos ojos azules preciosos. Harry tuvo la sensación de que miles de hilos la ataban a ella en ese preciso instante y quiso levantarse para preguntar cómo se llamaba. Sin embargo, no tuvo el valor suficiente. Lo más probable es que la niña se asustara y saliera corriendo. Ella dejó de tararear justo antes de exclamar un «¡Ay!» y se llevó el dedo a la boca, con el ceño fruncido. Se sacudió las manos para limpiarse los restos de tierra e hizo ademán de irse. Harry decidió que él también tenía que irse, pero justo al darse la vuelta, el chasquido de una rama rompió el silencio y la niña se sobresaltó y miró en su dirección.

Harry aguantó la respiración y se quedó quieto como una estatua, clavado en el suelo. De nuevo, sintió que el latido del corazón le iba a perforar los tímpanos. En un acto de valentía, se atrevió a mirar atrás de nuevo. La niña observaba atenta con sus ojos azules, y Harry tragó saliva con dificultad. Estaba muy nervioso.

—¡Esme, vuelve a casa, vamos a encender el fuego de la barbacoa!

—¡Ya voy! —respondió ella, y Harry se sorprendió por la voz tan bonita que tenía.

Cuando ya se había ido, decidió levantarse con mucho cuidado y observar a su alrededor. Al ver que estaba solo, caminó hacia su bicicleta.

—¿Harry? ¿Qué haces ahí?Se sobresaltó y vio que Minerva lo observaba desde el camino que llevaba al río.

—Nada, me he caído —mintió.

Retomaron la marcha. Melissa los estaba esperando en mitad del camino, muy cerca del río. Revivió la escena que acababa de tener lugar una y otra vez mientras pedaleaba.

Entonces, recordó su nombre: Esme.

Greenwood II SAGA COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora