Veintitrés

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(Narrador omnisciente)

«Bip... bip... bip... bip...»

Harry miró a su amiga conectada a tantas máquinas y se le cayó el alma al suelo al recordar que él había sido el causante de su desgracia. Todo pasó en tan solo unos cuantos segundos. Harry la había empujado más fuerte de lo que quería, y Minerva cayó al vacío y se sumergió en el lago.

Se sentía roto por dentro. Pensaba que era un traidor por haber hecho caso a las bobadas que decía Melissa. Por su culpa, Minerva estaba en coma y no sabían cuándo despertaría. Y, en el caso de que lo hiciese, no estaban seguros de si le quedarían secuelas o si recordaría quién era.

—Harry, cariño. ¿Aún sigues aquí?

Luna entró en la habitación del hospital con un café en la mano. Tenía unas ojeras enormes. No había dormido en muchos días. Hacía semanas que no se movía del lado de su hija.

—Mi madre ha ido a hacer unos recados a la ciudad, dice que a las ocho vendrá a por mí. Aún tengo tres horas para estar con ella, por si despierta —respondió Harry, que se puso de pie para dejar sitio a Luna.

Luna frunció el ceño y dio un sorbo a su café. Observó al niño de doce años mirar a su hija fijamente, con una cara de tristeza absoluta, tanta que estaba al borde de las lágrimas. Sabía que no lo había hecho a propósito, que había sido un accidente. Pero si no la hubiese empujado, en aquel momento Minerva estaría quejándose de los deberes de verano, sin darse cuenta de lo afortunada que era por no estar atada a una cama.

Harry iba todos los días a verla. Jane lo llevaba en coche y lo recogía al cabo de unas horas. Se pasaba los días sentado en una silla entre las cuatro paredes blancas de la habitación de hospital, escuchando la respiración de Minerva, rezando a todos los dioses habidos y por haber para que su amiga despertase de aquel sueño indefinido.

—No fue tu culpa —dijo Luna, perfectamente consciente de los pensamientos del chico de doce años.

—Sí, lo fue. —Harry tragó saliva con dificultad y recorrió nerviosamente la cicatriz que se había hecho con la navaja ha- cía algo más de un mes—. Si yo no la hubiese empujado, si yo no hubiese sido tan estúpido, ella no estaría aquí ahora. Estaríamos en casa viendo películas o jugando a la consola.

A Luna no le gustaba ver a Harry así. Lo conocía desde que llevaba pañales, desde que comenzó a caminar y dijo su primera palabra. Su hija y él habían sido siempre buenos amigos, y la entristecía ver que Harry se culpaba por lo que le había ocurrido a Minerva.

—Pero tú no sabías que detrás había un barranco, Harry. No fue tu culpa... No fue tu culpa.

Luna lo abrazó y dejó el café en la mesita en la que se situaba el pulsómetro que marcaba los latidos de Minerva. La mujer acarició la espalda del muchacho de ojos verdes.

Agosto dio paso a septiembre. Harry había comenzado de nuevo el colegio, pero esa vez sin Minerva. Aunque ella fuese un curso mayor, los tres amigos siempre habían sido inseparables durante la hora del recreo.

Por desgracia, de momento solo estaban Harry y Melissa, que también estaba triste por lo sucedido con Minerva. Sin embargo, esta no descartaba la idea de que su amiga fuese la causante de las desgracias que acechaban al pueblo de Greenwood, y aunque no se alegraba de que estuviera en coma, pensaba que quizá era lo mejor. Pero Melissa Skins estaba equivocada... Y era tan orgullosa que solo había ido visitado a Minerva en el hospital una vez.

Llegó el otoño, aunque el bosque de Greenwood siguió tan verde como siempre. Habían pasado ya cuatro meses desde que Minerva había entrado en el hospital. Aunque los médicos eran optimistas con respecto a su evolución, Harry sabía que nada había mejorado. Ella continuaba sin abrir los ojos; ni siquiera movía los dedos de las manos ni de los pies. Su rostro alegre se mostraba inexpresivo.

Aunque Harry tenía fe en que Minerva estaba luchando por despertarse, no ocurría nada. Su amiga no despertaba.

Harry no explicó a nadie cómo había conseguido sacarla del lago realmente. Mintió. Dijo que había nadado hasta ella. No le contó a nadie que había visto a una extraña mujer azul de cabellos negros emergiendo del agua del lago mientras una voz le susurraba un nombre.

«Esme...»

A veces pensaba en Esme. Se preguntaba cuándo volvería a Greenwood. La próxima vez que la viera, se armaría de valor y se presentaría como era debido. Dejaría de observarla en silencio entre los árboles de delante de la casa donde se hospedaba. Con un poco de suerte, Minerva ya habría despertado para entonces y lo acompañaría.

Sentado, como de costumbre, en el sillón de la habitación de Minerva, Harry dibujó lo que sus ojos verdes habían visto. Había hecho un boceto de la silueta de la mujer del lago. Solo se le veía la mitad del cuerpo y el largo cabello negro le tapaba el pecho. La mujer tenía una mirada altiva y una sonrisa afable.

Harry estaba tan sumido en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Luna había entrado en la habitación. Desde detrás del sillón, la mujer observaba al chico de doce años con una sonrisa en la cara.

—¿Sabes que eso que estás dibujando es una ninfa?

Harry se sobresaltó y tiró el lápiz al suelo.

Luna sonrió y se agachó para recogerlo y devolvérselo.

—Me has asustado —dijo él tímidamente.

—Perdóname, no era mi intención. ¿Pero de dónde has sacado la idea del dibujo?

—Eh... De un libro —mintió Harry.

Quería que ese recuerdo fuese solo suyo, no quería compartirlo con nadie.

—Oh. ¿Y sabes qué son las ninfas, exactamente? —volvió a preguntar Luna, con una sonrisa en el rostro. Harry negó—. Son unos seres mitológicos, divinidades menores, no tan importantes como los dioses del Olimpo. Representan la naturaleza, y la que pareces haber dibujado tú es una náyade. Deduzco que eso es agua dulce, ¿me equivoco? —Harry asintió—. Las náyades son las ninfas de agua dulce, aunque existen muchos tipos, dependiendo de su hábitat.

Harry frunció el ceño y fijó la vista de nuevo en el dibujo. De repente, recordó la voz de la muchacha; la misma voz que había susurrado el nombre de Esme en su cabeza.

—¿Y son malas? —se atrevió Harry a preguntar, pero después recordó que una de ellas había rescatado a Minerva.

—No, no lo son. Simplemente salen a jugar, normalmente son inofensivas. Pero se ofenden muy fácilmente si alguien entra a propósito en su territorio. No guardarán muy buen recuerdo de esa persona, así que pueden ser bastante rencorosas. Nunca te adentres en sus aguas sin que ellas te inviten. Podría ser una declaración de guerra.

Asintió y volvió a mirar la ninfa de su dibujo. Recordó los movimientos exactos de la ninfa que había salvado a Minerva. Y confirmó que no se lo había imaginado; que aquello había sido real. Ella le había indicado con la mano que se acercase un poco al lago, aunque no había llegado a entrar.

Se preguntó por qué Luna sabía todo aquello, pero después recordó que su hija llevaba el nombre de una divinidad romana.

Tres meses después, Minerva abrió los ojos.

Greenwood II SAGA COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora