Veintitrés

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No sabría decir cuánto tiempo pasó desde que sentí que mi cuerpo se iba congelando hasta que el aire volvió a llenarme los pulmones y el color regresó. El mundo volvía a la vida, aunque nada de lo que vi fue de mi agrado.

Frente a mí había un espejo en el que un chico observaba horrorizado la escena que se desarrollaba ante él: una chica yacía en el suelo con la mirada perdida, mientras otra mujer los miraba cínicamente. Me acerqué y, sin dudarlo un instante, lo crucé.

—¿Qué le has hecho? —Preguntó el chico, incorporándose.

—Para ser la reina del bosque debo poseer vuestras almas —respondió mi hermana mayor.

Reconocí la habitación en la que solía pasar muchas tardes de primavera pensando en él. El chico de un ojo verde y otro gris la miró con rabia, pero enseguida volvió a centrarse en la niña que yacía entre sus brazos.

—No, no, no... Esme, por favor, despierta... —le suplicaba entre llantos.

Me recordaban mucho a alguien, pero no fue hasta que observé detenidamente sus caras que caí en la cuenta: él era el reflejo de Elias, y la chica por la que lloraba era el mío.

Había otra muchacha al fondo de la habitación que me miraba con ojos temerosos. Primero le sonreí para transmitirle confianza y después me llevé el dedo índice a los labios. A mi lado, mi mejor amigo se irguió, contento. Hacía mucho tiempo que no veía ese pelaje rojo que siempre me había acompañado a todas partes.

Por primera vez en años, las plantas de mis pies tocaban suelo firme, y me acerqué a ellos lentamente. La chica yacía sin vida en el suelo, con la miraba perdida y la boca entreabierta; su piel se iba tornando azul poco a poco. El muchacho la estrechaba contra su pecho y lloraba en silencio.

—Qué patético —espetó Helë al ver la muestra de afecto.

—¡Cállate! —Gritó el chico sin mirarla, ahogado en el llanto.

No sabía bien qué había pasado, pero a juzgar por lo poco que había visto, mi hermana seguía haciendo el mal. La perla entre sus dedos aún no estaba pigmentada del todo.

Reviví en mi memoria en momento de total felicidad en el que le había entregado a Elias parte de mi inmortalidad, una parte de mi alma, y recordaba perfectamente lo que le había dicho.

Al mirar los ojos llorosos del chico que sujetaba a la muchacha, confirmé mi teoría de que el alma de Esmeralda seguía viva en mí, porque ambas éramos lo mismo.

Mientras yo no muriera, las dos seguiríamos conectadas.

Su alma aún vivía.

Greenwood II SAGA COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora