Uno

72.1K 3.5K 735
                                    

La pesadilla se mostró amenazante ante mis ojos. Las largas ramas del abeto del patio chocaban contra la ventana de mi nueva habitación. Salem maulló desde su caja de mimbre y lo solté. Suspiré y apoyé la frente en el cristal, cubriéndolo de un vaho involuntario. Hacía demasiado frío en ese pueblo y echaba de menos que el sol me calentara la piel, que las vitaminas me llenaran el rostro y que la suave brisa del mar llegara hasta mis oídos. Sin embargo, estaba atrapada en un pueblo que ni siquiera salía en los mapas; Greenwood.

—Mamá dice que bajes a ayudar con las cajas que quedan en el coche —dijo Thomas al entrar en mi habitación.

—Dile que tengo sueño —respondí sin ánimo.


—Está bien —aceptó encogiéndose de hombros.


Mi hermano desapareció de la habitación y yo me senté en la única silla que había. Giré la cabeza y miré hacia el bosque, imponente y majestuoso. Un escalofrío me recorrió la espalda. Nos habíamos mudado a la última casa de la calle principal, justo en el límite entre el pueblo y el bosque.

—¡Esmeralda, baja ahora mismo!

Suspiré y decidí hacer caso a lo que mi madre decía. Sabía que Thomas no le había dicho que estaba durmiendo, sino que no quería bajar. Salem se subió al colchón de la cama sin sábanas y bajé las escaleras con cierta resignación. No me apetecía cargar cajas.

—Mamá, esto no es Charleston. Aquí el sol brilla por su ausencia. —Señalé el sombrero de paja que aún llevaba en la cabeza. 

—No hay que olvidar los orígenes, Esmeralda —respondió ella sin mirarme, siempre tan filosófica.


No me gustaba que me llamaran Esmeralda, y ella siempre lo hacía cuando estaba enfadada conmigo o cuando quería fastidiarme.

—Te queda bien, mamá —añadió Thomas para ganar puntos como hijo favorito.

—Gracias, hijo —contestó—. Ya podrías ser un poco más como tu hermano, Esme. Más cariñosa.

—Babosa y pelota, querrás decir —mascullé entre dientes para que no me oyera, aunque no lo conseguí.

—Esmeralda, compórtate —me riñó.

Thomas sonrió asquerosamente y levantó una ceja. A sus dieciséis años, aún pensaba que la relación con nuestra madre era como una competición. Aunque todo había cambiado desde la desaparición de nuestro padre hacía tres años. Antes de que desapareciera veníamos a menudo a Greenwood. Mamá había nacido aquí, pero se marchó a Charleston cuando conoció a papá en una fiesta de fin de año en Portland. Él había ido unos días a casa de unos amigos, y, como papá siempre decía, «surgió la magia». Solíamos visitar al abuelo Rick de vez en cuando. Era un poco extraño, pero mamá afirmaba que siempre había sido de ese modo.

Suspiré y cogí la caja que mi madre me daba, la que ponía «adornos navideños». Ella todavía no entendía que yo seguía sin querer celebrar la Navidad, no después de lo de mi padre. Siempre me decía que debía superarlo, que ella y Thomas ya lo habían hecho y que yo también tenía que hacerlo. ¿Cómo podían olvidar a alguien tan fácilmente? De todos modos, sabía que los grandes ojos azules de mi madre, exactos a los míos, escondían la tristeza disfrazada de alegría y energía. ¿Cómo podía hacerlo?

Mientras intentaba apartar los pensamientos de la cabeza, levanté la vista, todavía con la caja en las manos, y vi que en la casa de enfrente había un chico sentado en el marco de la ventana de una habitación, justo la que daba a la parte frontal de la casa. No llegaba a verle las facciones, pero sostenía un libro. Parecía absorto en su deliciosa lectura.

Greenwood II SAGA COMPLETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora