Tercera Parte: Nuevos reyes IV

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AMUNET

Respiró de repente y se tocó la frente. No sólo le dolía la cabeza: cada parte de su cuerpo esquelético se quejaba de los maltratos que había recibido. Tosió con fuerza y aterrizó sobre el suelo, aunque no recordaba haberse parado.

Sin dudas, estaba mareada, por lo que no lograba distinguir lo que la rodeaba. Es decir, ¿qué estaba pisando? ¿Qué era esa niebla a su alrededor? ¿Eso era una mesa? ¿Eso era una...? ¡Por todos los dioses, alguien más estaba allí! No sabía qué hacer, si hablarle o huir, porque, hasta donde era lógico, podía ser, tranquilamente, una persona que quisiera ayudarla o alguien que... no.

Pero ella no era... ese tonto del que ya no se acordaba, pues era más valiente y astuta. Además, ¿tenía algo que perder?

Amunet alzó la voz que había quedado enterrada tantas veces en ese lugar, mas parecía que nadie la escuchaba. Parecía, pues bien sabía ella que estaba siendo ignorada.

Gritó más fuerte y nada. Intentó acercarse, pero, si daba un paso, volvía al mismo sitio, como si esa persona no quisiera que estableciera contacto con ella.

Le prestó atención a la silueta borrosa para descartar candidatos y, aunque no podía ver muy bien, distinguió esa maravillosa tela que sólo podía provenir de lo sagrado.

Cuando comprendió ante quién se encontraba, su sentido común le dijo que se arrodillara, que le mostrara respeto, ¿mas por qué iba a respetarla si le estaba brindando importancia al aparecéserle? Los dioses no andaban saludando a los humanos todos los días como si fuera algo normal; pocos eran los privilegiados que lograban estar en su presencia.

—Isis, ¿por qué me has traído aquí?

No es que supiera con certeza que ella era la culpable, o si alguien lo era en absoluto, pero una parte de Amunet sentía que, estuviese donde estuviese, todavía le quedaba una misión.

La persona se dio vuelta con una lentitud extrema. Sus movimientos eran limpios, puros, llenos de gracia...

En cuanto la muchacha contempló su rostro, notó que no se comparaba en nada con lo que había visto. Esta vez, no era una ilusión, no lucía distante y suprema, era como si esa niebla le quitara lo divino. No era sólo hermosa: era preciosa, pero, al mismo tiempo, real. No conseguía decidir si era más bella así o en el Salón de Isis.

—Amunet —dijo una voz semejante a la de ella pero más profunda.

Sus miradas se mantuvieron ligadas por varios segundos. Sólo había hablado para captar su atención, pues su única intención era entablar una conversación tácita.

Sus ojos negros transmitían demasiado... La diosa quería tranquilizarla, tanto para que recordara el respeto como para que se relajara. Estaba en un lugar sagrado y, sobre todo, seguro; no había nada que temer. Nada sucedería si ella no lo deseaba, no estaba forzada a nada. Aun así, necesitaba oírlo, pues temía que surgiera una malinterpretación.

— ¿Qué es este lugar?

—No es algo importante.

—Pero... necesito saberlo.

— ¿Por qué? —le preguntó curiosa, aunque su intención era hacerla caer en una trampa.

—Porque...

—Porque no soportas que haya alguien por encima tuyo —la interrumpió — que sepa más que tú, pues lo puede usar para manipularte. Te costó demasiado confiar en Kafele.

— Pero, ¿qué...? ¿Cómo?

—Las mentiras aquí no existen. Puedes intentar engañarme a mí. No lo lograrás, pero nadie impide que lo intentes. La cosa es que no te mientas a ti misma. Estas aquí para ser honesta o, si no, me temo que jamás saldrás.

— ¿Por qué debería querer salir de este lugar si ni siquiera sé qué es? No me estás dando razones para que me vaya. Es más: ¡dices que aquí estoy segura!

—Lo estás —aclaró sin sobresaltarse —, pero este no es un lugar de residencia para mortales.

— ¡No soy una mortal! La leyenda dice que...

—Tan literales... —susurró para sí.

— ¿Cómo no íbamos a tomárnoslo literal si ustedes jamás se comunican con nosotros? ¿Cómo quieren que salvemos a Egipto por ustedes? Podrían sacarlos volando si fueran los dioses de las historias...

—Amunet —exclamó Isis ahora más enojada —. Eres joven y prepotente, por no decir maleducada. Las historias son reales, mas, en el momento en que Horus se convirtió en el dios vivo en la Tierra, quedaron atrás. Dejamos un dios allá abajo, que a veces prospera y, otras veces, sólo lleva a la ruina a nuestra nación. Las divinidades no son iguales entre sí...

— ¿Esa es tu manera de justificar la invasión?

—No lo ves ahora, pero necesitamos que esta invasión ocurra.

— ¿Por qué?

Isis se volteó y permaneció en silencio. Suspiró, aunque no la oía respirar.

—Necesitamos sus armas para el futuro.

—Si fuera así, ¿no podríamos haberlos invadido a ellos para quedarnos con sus armas?

—Dime, ¿guardarías algo que no sirvió de nada a tu enemigo, algo que no lo ayudó a ganar?

Por Seth, la había encerrado en un callejón. Al menos estaba demostrando una superioridad como divinidad que era.

—Tu silencio es más que suficiente. Ahora, debemos continuar con lo nuestro.

— ¿Lo nuestro?

—Ya lo verás.

Comenzaron a caminar hacia delante, hacia ningún lado. Sin embargo, pronto se materializó una mesa baja apoyada sobre la nada y, sobre la madera, había un tablero de Senet.

—Siéntate, vamos a jugar.


Eclipse Rojo (Luna Negra II)Where stories live. Discover now