Tercera Parte: Nuevos reyes XXXII

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BADRU

Los tambores sonaron en la otra habitación y las puertas de oro se abrieron en señal de que los invitados ya estaban listos para recibir a los recién casados. Mientras avanzaban, Badru no podía evitar contemplar a su mujer, que lucía espléndida en un vestido azul —con incrustaciones de zafiro en la parte inferior —, el cual se había puesto para la fiesta, ya que durante la boda usó uno rosa pálido. Además, ahora llevaba puesta una peluca llena de adornos de oro, que le quedaba estupendamente, pero no quitaba el hecho de que él extrañara su larga cabellera.

Luego de bajar tres escalones, el primero en acercarse fue, sin lugar a dudas, Kafele, el rey Kafele. Le dio un afectuoso abrazo y un beso en la frente a la princesa, y Badru recibió un apretón de manos. No era necesario que le diera el típico discurso de cuñado, pues ya se conocían de sobra como para saber qué deseaba el otro para con Amunet.

Ellos ya gobernaban desde hacía un año exacto, pero él era príncipe —por todos los dioses, príncipe — desde hacía sólo una hora o un poco más. A pesar de que se había acostumbrado al palacio, el lujo y la realeza que captaban sus ojos era demasiado para asimilar. Los visitantes de Nubia y Canaán y los hombres de Kafele y los de Hondo estaban esparcidos por toda la sala comiendo frutas y tomando el mejor de los vinos. La música era agradable y las bailarinas danzaban en el centro de la pista, siendo un entretenimiento para cualquier hombre, menos para Badru, quien sólo poseía ojos para su amada.

Por un segundo, se le presentó la idea de que, como ya era parte de la realeza tanto por unión como por sangre y como Amunet algún día alternaría el puesto con Kafele y se convertiría en reina, no iba a estar mal visto que él se casara y tuviera otras esposas. ¿Pero para qué iba a querer a otra mujer si ya tenía a la más irritable y malvada de todas? Badru estaba seguro de que si le traían una chica educada y amable, no soportaría su compañía aburrida y se alargaría de allí lo antes posible. No, su ib sólo estaba hecho para convivir con el de Amunet y el de nadie más.

Recibieron más y más saludos y felicitaciones. Cada paso que daban significaba una reverencia que alguien le ofrecía. Era bonito al principio, pero después de tantas horas ya se volvía agotador, y los invitados, en lugar de marcharse, llegaban.

—Tranquilo, no será así siempre —le aseguró Amunet —, y recuerda que podemos volver a casa cuando quieras, siempre y cuando no tenga asuntos de Estado que resolver.

Esa era una promesa que le había hecho hacía poco: cuando todo estuviera calmo y en paz, se tomarían unos días libres y regresarían al viejo hogar en donde habían crecido.

—De hecho —se apareció de la nada el faraón —, deberían aprovechar esta oportunidad, pues no creo que la vayan a tener en varias estaciones o años.

— ¿Estás seguro, hermano?

—Sí, pueden quedarse dos días allí. Y no se preocupen, Egipto seguirá en pie cuando regresen. Considérenlo como un regalo de bodas.

—Pero el viaje desde Tebas es muy largo y todavía algun...

—Amunet, olvídate de todo, y, si un problema es demasiado grande, estaré esperándote para que lo resolvamos juntos.

—Pero...

—No, aprovecha y disfruta de la normalidad. Además, espero que el día que me toque a mí seas igual de considerada.

— ¿Estás pensando en casarte? —susurró Amunet con entusiasmo para que nadie la oyera — Oh, ¿hay alguna aquí que te llame la atención?

—Podría ser —dijo escudriñando la habitación —, pero no creo que sea para tanto.

—Nunca se sabe.

—No, definitivamente, nunca se sabe —concordó Badru, que se sentía extraño presenciando esa conversación.

—Es verdad. Si Badru pudo hacerlo, yo también.

—Haz lo que quieras, pero tómate las cosas con calma —dijo Amunet con tono dulce.

—Tú también ve con calma, niño —lo amenazó Kafele.

—Por suerte, no tendré que esforzarme en eso.

—No, claro que no.

Finalizó la conversación con una carcajada y un suspiro tras beber hasta el fondo el contenido de su copa. Por supuesto, estaba comenzando a emborracharse, si no, él nunca estaba alegre. Bueno, no es que no pudiera estar feliz por el casamiento de Amunet, mas él no era de aquellos que lo demostraban con expresiones, gestos o, incluso, palabras, sin mencionar a los pensamientos. ¿Al menos dejaría fluir sus sentimientos en su mente, allí donde nadie más que él —y, a veces, Amunet — podía conocerlos?

En fin, él quería llegar a la conclusión de que todos se encontraban más jocosos y eufóricos de lo normal, y no sólo ellos tres, que tenían buenas razones. Los invitados extranjeros participaban de extensas y animadas charlas, mientras que Zoser y su esposa Auset bailaban juntos en un rincón, aislados de todos. Algunos hombres cortejaban a bellas mujeres. Otros, habían aparecido por primera vez con sus familias. ¿Quién iba a decir que Hondo estaba casado desde hacía décadas? ¿O que Menkaura era padre de cinco hijos y que Hatshepsut había pasado a cuidar a los pequeños de una joven de los Halcones Verdes que había fallecido en la última batalla? Y de seguro existían más historias detrás de cada guerrero y espía, más relatos que le recordaban a Badru que, más allá de todos sus conocimientos sobre batallas y estrategias y de su firme compromiso a la causa, también eran personas, personas normales que vivían y amaban como cualquier otra.

Le gustaría poder afirmar que eran personas como cualquier otra, pero Amunet y él nunca lo habían sido y nunca lo serían, pues los dioses les habían preparado otro camino a seguir. Además, ¿para qué iban a querer ser otros si ya eran perfectos así como estaban?

El festejo continuó horas y horas, y sólo se detuvo cuando Khepri se asomó por el horizonte y por algunas de las ventanas del este. De antemano ya sabían que muchos partirían de inmediato hacia sus países de origen, pero otros se quedarían unos días más, se recuperarían de la borrachera y retornarían a sus trabajos en el palacio y en Tebas, ya que al menos la mitad de esa gente trabajaba allí.

Con velocidad, unos sirvientes prepararon todo y los esposos se despidieron. Se subieron a una barca y se acomodaron en la cubierta mirando el amanecer. Sus manos estaban unidas y la cabeza de Amunet reposaba en su pecho.

Por los dioses, no podía pedir nada más.

—Me siento rara —dijo su amada de repente.

—Ah, ¿sí? ¿Qué fue lo que hice?

—Nada... por ahora...

—Umm... gracias.

Ella respiró profundo y se acurrucó aun más sobre él.

—No entiendo por qué mi madre no quería que tuviera esto. No se parece en nada a lo que describió.

—Quizás, ella nunca lo vivió, nunca amó ni se sintió amada.

—Puede ser, pero tampoco contaba con tu forma de ser.

— ¿Mi forma de ser? ¿Y qué crees? ¿Es inadecuada?

—Mucho —respondió con una sonrisa y un beso.

Los dos se miraron a un pulgar de distancia por varios minutos, aunque parecieron segundos cuando ella finalmente se apartó, se levantó y exclamó:

—Bueno, creo que me iré a dormir.

Dio unos pasos y, mientras se dirigía al cuarto, gritó enfadada:

—Dioses, cómo odio los barcos.


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