Tercera Parte: Nuevos reyes XXII

2 0 0
                                    

AMUNET

El heredero pegó un tremendo alarido y se derrumbó en la carpa. El sudor cubría todo su cuerpo y sus uñas estaban dejando marcas en sus muslos. La sangre corrió a propósito y, por obra del destino, su hombro emitió rayos de luz como lo había hecho el de ella. Sin embargo, Kafele no estaba perdiendo el conocimiento, por lo que debía de andar todo bien... o eso quiso creer.

Luego de varios minutos, cuando lo lógico era que todo aquello parara, ni siquiera parecía mejorar. Se agachó junto a él y le susurró:

—Kafele, ¿estás bien?

Tan sólo parpadeó para darle a entender que era capaz de manejarlo. Quería ayudarlo, pero era una situación totalmente diferente a la suya.

—Kafele, enfócate en tu miedo. No pienses en otra cosa y, luego, deja de pensar y sólo siente. Siente por qué te duele, por qué te aterra y permite que se vaya. No reprimas lo que estás viendo, déjalo fluir.

Según había deducido, el sufrimiento erradicaba en el ardor que le provocaba el tatuaje y el cambio en su alma. Apretó sus párpados con todas sus fuerzas y generó una marcada mueca. Sus venas se acentuaron, al igual que su respiración y deglución.

Amunet no soportaba estar allí sin poder hacer nada productivo, sin comprender qué ocurría debajo de su calvicie y de su pecho.

¿Lo lograría? Si ella lo había conseguido, no existía ninguna razón para que él fuera la excepción, aunque cabía aclarar que Zaid Ziyad era mucho más orgulloso y que estaba mucho más seguro de lo que era y de lo que deseaba. Mas, si fuese así, el problema ya estaría solucionado desde hacía rato.

No, no sabía qué pensar. Cualquier resultado podía ser lógico. Tal vez, le llevaría el mismo tiempo que a ella porque se suponía que eran lo mismo...

De repente, tuvo una idea y la efectuó sin darle muchas vueltas. Volvió a aferrar sus palmas a pesar de que él las mantenía apretadas en un puño. Algo en ella le había dicho que esa simple acción repercutiría en su compañero, como si una parte de los conocimientos de Seneb viviera en ella.

Decidió no hablar y no entrometerse sin dejarlo solo. Y esperó. Egipto estaba siendo invadido y se oía cómo el ejército salía a la batalla, pero ella esperó porque entendía más que nunca que algunas cosas no podían forzarse.

Poco a poco, la luminosidad fue cediendo, aunque todavía sentía la tensión muscular. Pronto, un viento sopló, las velas se apagaron y la oscuridad reinó la carpa. Todo era negro, pero no lo había sido siempre: un segundo antes de que las luces se extinguieran, Amunet vio una gota en la mejilla de Kafele. En el rostro de cualquier otra persona, habría sido normal, poco acorde por el momento, pero normal. Sin embargo, estaba frente a Zaid Ziyad, y Zaid Ziyad no lloraba, ni aunque le entrara polvo en los ojos. La único reacción que se le ocurrió fue sostener más fuerte su mano y, luego, hizo lo equivalente con la otra.

El aire se movió más y más rápido, al punto de que los papiros comenzaron a volcarse, y fieles les siguieron las mesas, los cuencos y la tienda en sí.

— ¿Kafele? —dijo asustada Amunet tras quedar cubierta sólo por las estrellas.

—Cierra los ojos y deja que tu alma se aísle de aquí —contestó sereno —. Ya me dijeron en oportunidades que dejara fluir mis sentimientos. Ahora, es el tiempo de que fluya lo que los dioses han dictado. ¿Lista?

—Si los dioses así lo creen...

Procedió. Se separó de todo y de todos, incluso de su aliado, e inició un viaje que iba y venía del cielo a Egipto, de la vida a la muerte, de la tierra fértil al desierto, de la claridad a la oscuridad, del día a la noche... Una vez más experimentó imágenes fugaces, aunque estas también poseían un contenido sensorial. En el lapso de un minuto, aparecieron cientos y miles de ellas, hasta que fueron tantas que se tornaron blancas. Aun así, no era tan simple: ¿era posible que el blanco tuviera diferentes manifestaciones, que integrara toda una gama de colores? Porque Amunet podía jurar que todavía veía figuras que danzaban, y también podía asegurar que las identificaba, pues ¿esa mujer esbelta con paso elegante no era Isis? ¿Y aquella capa majestuosa y esa barba no pertenecían al gran Ra? Sí, lo eran, y también estaba Kafele, aunque este vestía una ropa sencilla.

—Ven, Amunet —le dijeron a sus espaldas.

Se volteó y se encontró con las mismas tres personas, que mágicamente se habían trasladado en una milésima de segundo.

—Siento que esto ya lo viví —comentó Amunet —. Más o menos.

—Bienvenida, Amunet —saludó la Gran Maga —. Bienvenido, Kafele.

Ambos inclinaron sus cabezas para mostrarles respeto, mas no había nada de miedo.

—Bien han venido —dijo Ra con una voz que le puso la piel de gallina a la humana —: con la idea correcta y en el momento preciso.

—Se lo debemos a Seneb —aclaró Kafele algo triste.

—Él está bien. Está en dónde debería.

—Gracias, Isis.

—Pero no los hemos traído para eso, Ast. Debemos ser rápidos.

—Así es. Ha llegado el día que tanto han esperado. Recuerden las palabras de Seneb y recuerden todo lo que les dijimos porque, a partir de ahora, no nos meteremos más en sus asuntos. Son libres de actuar cómo deseen, pueden hacer lo que quieran que no los detendremos, pero esas palabras no fueron pronunciadas en vano. Tómenlas como consejo o no, mas ya alcanzaron su destino.

— ¿Y qué hay del "El viento pronto soplará y nuevos faraones en el trono habrá"?

—Si ansían un gran destino, tendrán que ir a buscarlo porque ustedes son los que escriben lo que se lee en las estrellas.

— ¿Podemos elegir? —preguntó Amunet.

—Algunos aspectos sí, otros no —El que respondió fue el dios del Sol —, como que no oirán nuestras voces por mucho tiempo.

—Hasta que nos llamen para retirarnos.

—Así es, Kafele.

—Escojan bien —dijo Isis.

—Lo haremos —aseguró Amunet.

El jardín blanquecino en el que se hallaban se tornó en neblina, dejando atrás a los arbustos, la pileta, las flores, las baldosas y las libélulas. Las divinidades también se fueron, por lo que sólo quedaron los herederos. Unieron sus manos, se miraron a los ojos mientras estaban cara y cara y... permitieron que pasara...

En cuanto levantaron sus párpados, el cielo poseía un tinte rojo; seguía siendo azul oscuro, pero era una tonalidad diferente. La Luna sí que parecía pintada por sangre.

A lo lejos, los dos ejércitos combatían violentamente. ¿Irían ganando? ¿Perdiendo? Daba igual porque no podrían averiguarlo y, además, carecía de sentido, pues cambiarían el curso de la batalla en un instante. Sí, porque también a lo lejos se captaba una poderosa ventisca que arrastraba todo lo que tocaba: una tormenta de arena.

Amunet sentía al viento corriendo dentro de ella y sabía que ellos eran los causantes y que no se trataba de una simple casualidad. Como si existieran...

—Repite conmigo: stẖ rˁ tyet ḫw d km.t ỉȝt skr hḳȝ ḫȝs w t ˁȝmw ṯḥnw nmt

— Stẖ rˁ tyet ḫw d km.t ỉȝt skr hḳȝ ḫȝs w t ˁȝmw ṯḥnw nmt

— Šnyt nbw shr wy ỉty rˁ tyet

— Šnyt nbw shr wy ỉty rˁ tyet

Los remolinos se encontraron en todas partes, levantaron abundante polvo, arena, personas y armas. De repente, experimentó miedo: ¿y si estaban acabando con los egipcios también?

—Tranquila, nada les pasará.

— ¿Cómo est...?

—Estamos compartiendo todo.

— ¿Cuándo terminará?

—Ya lo sabremos.


Eclipse Rojo (Luna Negra II)Where stories live. Discover now