Capítulo 82 - Una pequeña gran tregua

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Temporada 3. Capítulo 22

Quería matarlo eso estaba claro. No podía esperar mucho más. ¡Maldita fuera y maldita fuera cien veces! ¿Acabaría de una vez con el juego que había empezado o la muy ladina pensaba hacerlo sudar y esperar?
¿Lo había atado a los barrotes de la cama? ¡Sí, lo había hecho! ¿Le había bajado pantalones y calzoncillos después de haberle abierto la camisa de un tirón haciendo que los botones de su más preciada camisa de seda salieran volando y salieran disparado en todas las direcciones? ¡Podéis apostar a que sí! Y allí estaba, sentada a horcajadas sobre su abdomen torturándole con los labios el cuello, depositando besos ardientes desde el lóbulo de su oreja hasta el centro del pecho y bajando y bajando un poco más.
-Zo...
Ella elevó la cabeza y lo miró con esos ojos del color del chocolate caliente entrecerrados, unos ojos que lo habían perseguido durante años. Frunció los labios y la palabra que estaba a punto de soltar entre resuellos murió antes de ser terminada de pronunciar. Pero la tortura continuó.
Su sedosa y oscura melena cayó desparramada sobre su vientre cuando ella bajó un poco más por su cuerpo.
Intentó quitársela de encima, le suplicó que lo desatara, pero estaba claro que no le tenía una chispa de compasión. Besó una cadera y luego la otra. Sus manos se posaron en sus caderas para luego recorrer sus fuertes muslos. De no haber estado tan excitado podría jurar que ella sabía muy bien qué presión ejercer sobre sus abductores o con qué firmeza acariciar sus gemelos. Y lo peor de todo es que allí donde ponía las manos, lo seguían sus labios.
Gimió de nuevo. No pudo evitarlo. Que acabara de una vez.
-Desátame -dijo con la mandíbula apretada.
-No -contestó ella humedeciendo la rodilla derecha con la punta afilada de su lengua.
-He dicho que me desastes.
-Sabes que no puedo. Tu venganza en estos momentos sería terrible y antes de eso tengo que arrancarte la promesa.
-¿Y pretendes conseguirlo mediante sexo?
-Bueno, alguien me ha dicho que era la mejor de las maneras de hacer claudicar a un hombre.
-M... -Pero lo que fuera a decir murió en sus labios cuando la lengua de ella continuó con la tortura.
-¿Decías algo? -preguntó ella gateando sobre su cuerpo firme y llegando hasta su oído donde le susurró algo tan inapropiado que imposible transcribirlo-. Venga, no es tan difícil. Sólo has de decir sí y acabaré con tu sufrimiento.
-¿Antes o después? -casi ladró él.
-Mmm... ¿antes o después de qué?
-De desnudarte -ladró de manera poco sutil-. Sigues tapada de arriba a abajo.
-No pensaba que eso fuera un requisito -dijo ella buscando sus ojos y lamiéndose el labio superior.
-Espera a que esté desatado -resolló.
-No creo que me importe mucho, ¿no crees?
Se pasó la mano por el cuello y bajó el índice por el esternón hasta abrirse dos botones de la camisa de algodón que llevaba. No pudo evitarlo. Los ojos se le fueron para el canalillo y para el sujetador de encaje que llevaba.
-Puedo hacer que tu tortura sea eterna -susurró ella al tiempo que recorría en sentido inverso su cuerpo y se llevaba el maldito dedo a los labios donde vio cómo desaparecía la primera falange en su boca-. Quiero ese sí y lo quiero aho...
Lo que fuera a decir se quedó en el aire. El hombre vio como la vista de la mujer se perdió en el espacio durante unos segundos y luego estalló en carcajadas.
Ya estábamos. ¿Es que siempre tenía que ocurrir lo mismo?
Ella lo miró con más intensidad y él se quedó suspendido en esa mirada. Ella elevó las cejas, apoyó las manos en sus costados y sintió cómo le clavaba ligeramente las uñas en la piel.
-Está bien, tú ganas. Salimos por la mañana -claudicó el hombre finalmente-. No sé quién está más loco de los dos.
-Creo que yo -dijo sonriendo con esa sonrisa suya torcida que no sabía de dónde había salido-. Tú estás loco por mí.
Y lo pellizcó en una nalga. El sudor le cubrió la frente.
-¿Me desatas ya?
La mujer sonrió. Con una agilidad impresionante se bajó de la cama y cortó las bridas con las tijeras que tenía sobre la mesita de noche. Un parpadeo. Ese fue el tiempo que tardó en abalanzarse sobre ella, girarla con pocos miramientos y lanzarla de manera poco grácil de espaldas sobre la cama. Suerte que llevaba falda. Metió las manos bajo ella y cuando ya tenía las manos sobre la prenda que lo separaba de la tierra prometida ella chistó. ¡Chistó!
-Si continúas con tantas prisas no vas a durar ni medio asalto.
-Pues ya tendremos oportunidad de un segundo round y un tercero. O un cuarto.
Le devolvió el favor, agarró los faldones de la camisa y de un tirón se la abrió. Sus botones fueron a hacerle compañía a los de él, pero ¿a quién demonios podría importarle?
Ella agarró sus oscuros cabellos y lo mantuvo alejado de sus labios durante unos segundos.
-No eres tú el único que hoy va a tardar en desfogarse -dijo saliendo de debajo de su cuerpo.
-¿Dónde crees que vas? -preguntó estupefacto.
-¡A hacer el equipaje! -chilló ella sobre su hombro mientras corría hacia la puerta.
-No. ¡No! ¡De eso nada! ¡Vuelve a la cama! -dijo saliendo tras ella.
Intentó esquivarlo, pero al llegar al salón resbaló al intentar girar hacia el baño. Sabía que iba a precipitarse hacia el suelo, el quicio de la puerta le quedaba bastante alejado y su mano se cerró en el aire sin encontrar asidero. Si no dio con sus posaderas en el suelo fue porque él la agarró antes de que ocurriera un desastre.
-Mara -dijo resollando-, vas a ser mi muerte.
-Paddy... -dijo la mujer parpadeando inocentemente.
-¿Qué? -preguntó resignado y ya con el calentón controlado debido al susto.
-Necesito estar allí el domingo que viene.

***

Emre entró en la galería vidriada y para él fueron evidente varias cosas. La primera que su madre realmente parecía su madre; esa madre con visos de ternura que él tanto había echado en falta durante los últimos años de su adolescencia y que tan bien recordaba de su niñez. La segunda que Sanem se sentía cómoda con ella. Allí estaba su cuñada, embarazadísima, sentada no sabía muy bien cómo sobre aquella alta banqueta degustando un chocolate (estaba seguro) tan espeso que podía masticarlo y con infinidad de nubecitas dulces. El olor del suculento chocolate suizo fundido llegó hasta él y la boca se le hizo agua. En ese momento, su madre levantó la cabeza y lo miró. La sonrisa que asomó a sus labios era la misma que él recordaba de cuando era niño. Volvió atrás en el tiempo. Se sintió aquel niño sin padre que llegaba del colegio esperando ver a su madre. Una madre que fue cariñosa con él hasta que un matrimonio tras otro logró agriarle (y mucho) el carácter. Esa era la madre que Can no había conocido y que él había tenido en su más tierna infancia. Una madre que luego se convirtió en un ser amargado, rencoroso e irascible y que fue sustituida por alguien que no sólo se destruyó a sí misma sino que casi había logrado que él se destruyera a sí mismo. Pero él se había salvado. Lo había hecho gracias a esa mujer que era ahora su cuñada y de la hermana de ésta, de su mujer, de Leila. Y ahora parecía... parecía que también la había salvado a ella, a su madre.
Y la tercera... que no sabía dónde se encontraba Can.
Emre sonrió.
Su madre amplió la sonrisa y se volvió para coger otra taza.
-Acércate -dijo con cierto tono autoritario pero mucho más flexible que el que se podía esperar de una mujer como ella-. Está recién hecho y también hay para ti. Incluso para Leila si quieres llevarle un poco más tarde, aunque te recomiendo que lo calientes, tibio no deja el mismo sabor en los labios.
Emre se sentó y alargó la mano automáticamente casi sin proponérselo y... justo cuando sintió la loza caliente entre sus dedos... vio salir a Can de la habitación.
Can se quedó allí. Observó un instante a su madre y la ira volvió a prender un fuego avasallador en él.
La sonrisa de Hüma se le quedó congelada en los labios y la poca alegría que había logrado acumular durante el tiempo que tardó en preparar el chocolate se esfumó. Era consciente de que la relación con su hijo estaba rota, de que no había pegamento que reparase el daño tan profundo que hizo. Arrepentirse no valía de mucho. No con Can al menos. Su hijo era inflexible, en eso se parecía a su abuelo. Vio como Can se desentendía de ella después de haber dejado bastante clara su postura y luego miró a Sanem. Sanem, sentada frente a ella en la isla de la cocina, volvió a cerrar los ojos con deleite al pegar otro sorbo del caliente líquido. Hüma vio que otra clase de fuego sustituía al primero en los ojos de león de su primogénito. Vio como Can se mordía el labio bajo la espesa barba intentando controlar lo que a todas luces era un buen calentón. Hüma tuvo que recurrir a toda su frialdad para no soltar una carcajada. Su hijo estaba realmente enamorado de aquella chica. Le llevó mucho tiempo dar su brazo a torcer, reconocer que no se podría haberse equivocado más con ellos. En su intento de que Can no cometiera el mismo error que ella cometió el peor de los pecados que una madre puede cometer hacia un hijo. Por último vio cómo la mirada de Can se dirigía a Emre. Al igual que si estuviera en un partido de tenis, miró de uno a otro. Can finalmente buscó y encontró los ojos  de su hermano mientras éste se llevaba el tazón a la boca.
-¡Mamá! ¡Está delicioso! -exclamó el menor de los Divit.
Bendito fuera su benjamín. De no ser porque ya estaba mayor para eso, lo habría cogido de las mejillas y las habría pellizcado.
-¡Traidor! -masculló Can antes de salir por la puerta para finalmente sentarse en los escalones de acceso a la galería.
Sanem miró a Hüma y le hizo señas. Su suegra lo entendió al instante y segundos después alargaba otra taza a su nuera. No sabía que pretendía hacer pero estaba segura de que, si era para Can, acabaría derramada en el césped.
Al igual que un ánade, Sanem recorrió los pocos pasos que la separaban de Can. Al llegar a su altura le tendió la taza intacta. Ella era una adicta al chocolate, de todos era bien sabido, pero si había un secreto inconfesable de él es que él era tan adicto como ella. Y ese chocolate era suizo.
Can se quedó mirando la taza y por unos segundos debatió consigo mismo qué hacer. Su primer impulso fue arrancarla de la mano de Sanem y estrellarla contra el suelo pero luego alzó la vista y se quedó perdido en esos ojos de gacela que siempre le habían hecho morder el polvo. Can cogió la taza, ella sonrió. Can tomó un sorbo del aún caliente chocolate sin apartar los ojos de la cara de ella y la sonrisa de Sanem se iluminó. Ahí estaba, la sonrisa que iluminaba al mundo.
(«Bueno, chaval, creo que acabas de conceder una tregua.»)
-Estoy seguro de ello -rumió a la voz de Sanem.
Sanem se apoyó en su hombro y descendió hasta sentarse a su lado con dificultad.
-Después tendrás que levantarme -dijo apoyando la cabeza en el mismo hombro donde instantes antes había apoyado la mano.
-Siempre -dijo Can volviéndose a llevar la taza a los labios.
En el interior de la galería a Hüma se le humedecieron los ojos. El que no hubiera lanzado la taza al jardín no era mucho, pero había creado un fino hilo de esperanza en una madre que no se merecía ser llamada así.

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now