Capítulo 63 - Una noche especial

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Temporada 3. Capítulo 3

En algún lugar del Egeo.

Can bebió de sus labios, saboreó su sabor en ellos. Volvía a estar completo una vez más, como siempre deseó, como siempre soñó, como siempre anheló.
Sanem se dejó llevar por la vorágine de sensaciones que siempre le provocaba la cercanía de Can. Hacía ya mucho que convivían juntos, desde que puso el anillo en su mano en aquel juzgado por primera vez, escondidos del mundo, habían dormido uno en brazos del otro. Era como estar en casa. Sus brazos eran el refugio más seguro, entre ellos se sentía amada, valorada, apreciada.
Sintió el roce de las manos de Can, cómo éstas se deslizaban desde su cuello hasta los hombros y bajaban los tirantes del vestido de novia. Fue consciente del momento en el que bajó la cremallera trasera y la libró de él, dejándola sólo con las bragas de encaje y satén que Leila casi la había obligado a llevar.
Can la aproximó a la cama y la ayudó a recostarse en ella. El semirrecogido que Leila le había hecho se había desmoronado en cuanto Can había metido las manos entre sus cabellos y la melena se extendió sobre las blancas sábanas.
Can sonrió en respuesta a la sonrisa que ella le dispensó.
La primera vez, su encuentro había sido puro incendio. Rápido, salvaje y sin frenos. Hoy esperaba que no se desbocaran de nuevo y pudiera darle una noche de amor sensual y dulce. Marcaría cada centímetro de su piel con el fuego que ardía en sus manos e intentaría controlar los tiempos. Le daría una noche de placer tántrico como jamás habían podido compartir. Esa noche sería una noche por y para ella. Grabaría sobre su piel un hechizo de amor imborrable.
Sanem sonrió. Era suyo, totalmente suyo. Ya nada ni nadie podría separarlos. Le había sentido más suyo que nunca desde su regreso. Cuando su relación aún estaba en sus comienzos, las inseguridades siempre la habían acompañado, siempre veía rivales por todos lados. Can era atractivo, imaginativo y estaba rodeado de una fuerza y un magnetismo del que era imposible escapar. Las mujeres caían a sus pies como moscas.
De pronto, Sanem comenzó a reír.
(«Niña, ¿te parece el mejor momento para reír?»)
Can se paró en seco cuando ya tenía una rodilla sobre la cama.
-Ah, no. En estos momentos ni hablar. ¡Fuera!
(«Chico, no soy alguien a quién poder despedirme con cajas destempladas, vamos, sin miramientos. Soy la que SOY.»)
-Vas a ser poco menos que una ahogada en el mar como no te vayas ahora mismo de mi cabeza.
Las carcajadas de Sanem se agudizaron.
-No sé de qué te ríes.
-De lo oportuna que siempre es.
(«Claro, nena, soy la voz de tu conciencia. Y, por un tiempo, me parece que la de éste también. Estaba mejor cuando no me escuchaba. Podía decir sin vergüenza alguna que está como un tren y que tiene un trasero de escándalo. Se nota todo el deporte que practica.»)
-¡Ah, es imposible! -exclamó Can que se tiró sobre la cama al lado de una Sanem prácticamente desnuda y se tapó la cara con los talones de sus manos.
(«Vale, ya me voy. Lo prometo. Dejaré que practiquéis sexo ardiente y fogoso como si no hubiera un mañana. Nena, haz algo con eso que se vislumbra bajo los pantalones. Ya me gustaría hacerlo a mí pero sólo soy una voz en vuestras cabezas y no soy tangible en absoluto».)
Can, por toda respuesta, instintivamente se giró buscando un almohadón y se lo puso sobre el regazo. Miró hacia Sanem y ésta pareció intuirlo porque se giró hacia él. La sonrisa dibujada en los labios femeninos se amplió.
(«Niña, ahí te lo dejo bien dispuesto. A ver si lo cabalgas como es debido. Creo que a él le estoy cortando el rollo.»)
Can se medio incorporó en la cama al tiempo que lanzaba el almohadón al aire con todas sus fuerzas. El ligero objeto éste atravesó el aire, la nada, y chocó contra la pared antes de caer al suelo olvidado, pero una risa campanilleante sonó primero bastante fuerte y luego cada vez más débil. La voz se había ido y el silencio se hizo en el camarote.
Sanem se removió a su lado y se sentó a horcajadas sobre él. Sus senos desnudos centraron la atención de Can que se olvidó de todo. De la voz, de dónde estaban y de quién era. Solo estaba ella. Se incorporó, la abrazó y la volvió a besar. Ambos se entregaron al beso.
El sonido de sus respiraciones agitadas sonaba con eco. Sanem comenzó a desabrochar los botones del chaleco y luego los de la camisa hasta que pudo tener bajo sus dedos la cálida piel de Can. Sus manos acariciaron cual alas de mariposa la piel ardiente del hombre y el beso que había iniciado Can se interrumpió cuando Sanem pasó de ellos al mentón, dejando que los crespos vellos de su barba hicieran cosquillas en sus labios. Continuó bajando por el cuello y de ahí hasta el pectoral izquierdo donde se demoró besando el albatros que allí estaba tatuado. Can cerró los ojos y sintió el deseo contenido de ella, el amor que volcaba en cada caricia de sus labios y cómo estos se quedaban grabados en su piel. Acarició con ambas manos las mejillas de Sanem y la arrastró en su caída sobre el colchón. La abrazó con delicadeza mientras ella seguía recorriendo desde el torso hacia el hombro. Sus manos apartaron camisa y chaleco a su paso dejando poca libertad de movimientos en el hombre que se vio atascado en las prendas.
Can se volvió a incorporar con cuidado de no hacerla perder el compás que había iniciado en ese baile sexual, se deshizo de ambas prendas y las lanzó -sin saber a dónde- antes de volver a caer sobre la esponjosa superficie que era el colchón, volverla a atrapar entre sus brazos y rodar con ella hasta tenerla debajo. Notó en su pelvis el vientre apenas redodeado de ella y se apartó un poco apoyando los codos sobre el colchón.
Sanem lo buscó a tientas. Mantenía los ojos cerrados y en lo único que podía pensar era en el tacto de su piel. Sus manos vagaron a ciegas hasta detenerse de nuevo en el rostro de Can. Como aquella mañana...
Había pasado parecía toda una vida. Abrió los ojos para ver que sus manos estaban sobre piel real y no sobre otro espejismo producido por la medicación que durante tantos meses había ingerido y se topó con los ojos oscuros y penetrantes de Can que no apartaban la mirada de su rostro.
Sanem se perdía en esa mirada, en esos ojos oscuros y fieros y a la vez tan sinceros que siempre la habían atrapado. Se refugió en su cuerpo cuando Can bajó el cuerpo hasta que sus estómagos volvieron a contactar y Can la volvió a arrastrar por el colchón hasta que ambos estuvieron de costado. Sanem suspiró, jadeó y volvió a cerrar los ojos. Siempre han dicho que los ciegos recurren al resto de sus sentidos para «ver» y eso es lo que ella comenzó a hacer. «Ver» a través de sus otros sentidos, sobre todo el del tacto y el olfato. Sus manos vagaron por el cuerpo masculino acariciando los costados, llegando a su pecho y recorrió el camino que iba desde el tórax hasta su cuello. Le acarició la nuca, sus dedos eran el aleteo de las alas de una mariposa de tan suave que eran sus caricias. De allí pasaron a las orejas, esas orejas en las que tantas veces durante los años pasados le había susurrado que le amaba. Con los pulgares dibujó la línea de sus cejas y ambos confluyeron en el entrecejo para dibujar la perfecta nariz del hombre.
Can cerró los ojos cuando sintió que esos pulgares tocaban sus párpados y se sintió transportado a otro momento de su vida.
La cortejó con sus besos y caricias. Acarició su piel desnuda con los nudillos mientras sentía como su propia exitación volvía a crecer y su soldado estaba lista para el asalto del castillo. Tuvo que morderse los labios para no reír. Menudo símil se le había ocurrido en tremendo momento.
Sanem sintió la sonrisa de los labios masculinos sobre su mejilla y también sonrió. Estaba en el mejor lugar del mundo.
Una fina brisa entró por el ojo de buey abierto y acarició los cuerpos semidesnudos de ambos en el momento en el que Can comenzó a acariciar con el dorso de sus dedos el hombro de Sanem. Desde ahí, el recorrido de éstos fueron dejando un reguero de caricias ardientes desde su cuello al homóplato y para, desde allí, bajar por el pectoral hasta rozar el costado de su seno pleno. Esos nudillos acariciaron el punto más sensible de su pecho y la reacción de Sanem no se hizo esperar. Un quejido seguido de un sentido suspiro.
Can recorrió con los labios el mismo sendero que segundos antes con su mano y Sanem casi saltó de la cama cuando la lengua de Can se enredó en el pico de su pecho.
Las manos de la chica vagaron por la cintura del hombre y allí siguieron el recorrido de la cinturilla de su pantalón hasta dar con el botón y la cremallera de su bragueta. A tientas, y como bien pudieron sus dedos, desabrochó botón y cremallera y tiró de ellos en un intento de bajarlos por sus fornidos muslos. En su intento, sus manos se introdujeron bajo pantalón y calzoncillos y sus dedos se aferraron a unos glúteos duros por tantos años de deporte practicado.
-Tienes el mejor trasero que he tocado en mi vida -le susurró al oído.
-Que yo sepa es el único trasero que has tocado en tu vida -murmuró Can buscando sus labios y silenciando las palabras que bien podrían de nuevo dar al traste con lo que estaban haciendo. No era momento de distracciones.
Sanem volvió a gemir bajo sus labios y él dejó de acariciarla para poder deshacerse de pantalones y calzoncillos quedando prácticamente desnudo como su madre lo trajo al mundo. Sólo pendía de su cuello los tres colgantes que se había puesto y que tenían tanto significado para él.
Sanem se vio de nuevo arrastrada entre sus brazos. Can se quedó de espaldas y ella a su costado. Con una pierna sobre el regazo de Can y la otra unida a él cadera con cadera, muslo con muslo.
Can metió los dedos por el lateral de las braguitas que llevaba. Una lástima que estorbaran y más lástima aún que ella se quedara sin ellas. Metió los dedos por el pernil y tiró con fuerza, con tanta fuerza lo hizo que la costura del lateral se desgarró y quedaron colgando tan solo de la otra costura.
Sanem sintió un tirón en su bajo vientre. Estaba a punto. ¡Ufff, ya creía que lo estaba! Era melaza pura. Su interior ardía y no se calmaría a menos que pudiera sentirse totalmente invadida por él. Can no se lo pensó mucho más. Se puso de medio lado, elevó un poco más la pierna de su mujer y se deslizó en el tierno interior de ella con un estoque firme y certero. Sanem gimió a la par que él y ambos se dejaron llevar mientras el suave oleaje del exterior los acompañaba en su disfrute.
Cuando finalmente él se retiró tras vaciarse en su interior... ella protestó por la pérdida de su presencia y él, para mantenerse lo más unido a ella, la abrazó y la pegó a su pecho. Fue en la calidez de éste donde la cabeza de Sanem se posó y donde respirando el olor que él desprendía Sanem se refugió y cayó rendida.
Can la acunó entre sus brazos y enterró la nariz entre sus desordenadas guedejas, aspiró profundamente el olor que ella desprendía, ese olor que jamás olvidaría porque, al igual que la leyenda dice... «Un albatros jamás olvida un aroma» y... este albatros... reconocería ese olor que llevaba impregnado en lo más profundo de su consciencia desde el minuto uno. Desde el momento en el que lo aspiró en aquel palco de la Ópera aquella cálida noche de junio. El mismo aroma que ya apenas podía percibir y que era más bien un recuerdo que otra cosa en la bandana que siempre le había acompañado y que en esos momentos asomaba por el bolsillo de unos pantalones olvidados en el suelo.
También Can cayó presa de las emociones y el cansancio y justo en el momento en el que ambos aspiraban el primer aliento de su descanso... una risa cristalina resonó en el silencioso camarote.

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now