Capítulo 47. El descubrimiento de Emre

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Del capítulo anterior...

Cerró la tapa del arcón con cuidado y miró hacia su hermano dormido. Definitivamente era cierto que no la había olvidado. Volvió a la cama y recuperó la misma posición del principio. ¿Sentía él la misma clase de amor hacia Leyla que Can hacia Sanem? La respueta era un tajante no. Él amaba a Leyla, mucho. La amaba con toda la capacidad que sus padres le habían dejado en herencia, pero algo en su interior le decía que entre Can y la más pequeña de los Aydin había un vínculo muy diferente al que él tenía con Leyla. Los había observado mucho. Cuando estaban juntos y cuando estaban lejos del otro, nunca había presenciado nada igual. Deren tenía razón, eran como imágenes reflejo del otro.
Emre cerró los ojos y el sueño también se apoderó de él sin acordarse de enviarle siquiera un mensaje a Deren.

...

A la mañana siguiente

En el barco...

Emre fue el primero en despertar aquella soleada mañana veraniega. Estaba algo desorientado, se fijó en el techo. Aquél no era el cielo raso al que estaba acostumbrado. Tampoco sentía el calor del cuerpo de su mujer enroscado a su costado. La cabeza le dolía horrores. ¿Dónde demonios estaba?
Un rayo de sol que se filtraba por el ojo de buey incidió sobre sus doloridos ojos y aquello le terminó de espabilar. ¡Cómo se podría haber olvidado de la noche anterior! Había ido hasta el barco de su hermano. Le había pillado zambuyéndose en el mar desde la pasarela donde tenía anclado el barco y le había sorprendido recogiendo una de las botellitas que, al parecer, su cuñada lanzaba al mar.
Se sentó en el catre atornillado al suelo del camarote donde había pasado la noche y se llevó los pulgares a las sienes. Era el que menos había bebido la noche anterior cuando Bulut se había presentado con una botella de whisky para celebrar una despedida de soltero de lo más cutre. A esa botella la siguieron otras tantas de otros licores que Can tenía en el camarote. La curda que los tres se habían pillado fue de campeonato y si él estaba como estaba, que era el que menos había bebido con diferencia... no quería ni pensar cómo amanecerían los otros dos que habían bebido casi el doble. Bulut había caído pronto. Su hermano aguantó algo más. Algunas de las confidencias de borrachos de esos dos apenas si las entendió y otras rondaban por su cabeza y no se iban. Hacer volver a su padre... Sí, definitivamente tenían que hacerle volver. Para la boda estaba seguro de que no llegaría; con lo cabezota que era... les iba a costar hacerle entrar en razón, pero para el nacimiento de los niños... a esos eventos no podía faltar. Al día siguiente llevaría a Leyla a monitores; sólo esperaba que no tuviera que enfrentarse a una sorpresa igual a la de Can: trillizos, ¡por lo más sagrado!
Se levantó un pelín mareado y sorteó como pudo los cuerpos desmadejados de Can y Bulut en su camino hacia el baño. Después de miccionar, se lavó las manos y, mientras lo hacía, se miró en el espejo. Tenía ojeras, el pelo revuelto y seguro que mal aliento. Abrió el grifo y se echó agua en la cara y el pelo, después, buscó entre los útiles de higiene de su hermano un cepillo de dientes extra; con lo previsor que era su hermano de seguro que alguno tendría. Encontró uno al fondo de uno de los cajones aún en su envase de cartón y plástico el cual rompió al instante y extrajo de él el tan ansiado cepillo y usó la pasta de dientes que Can tenía sobre el lavabo. Tras cepillarse a conciencia los dientes, enjuagarse bajo el grifo la boca y secarse con la primera toalla que pilló, se volvió a mirar en el espejo. No estaba mal. Se pasó la mano derecha por la barbilla y las mejillas y notó el vello incipiente en las zonas de su barba que normalmente afeitaba cada mañana. Eso podría esperar.
Salió del baño y comprobó que los otros dos aún seguían bajo los efectos del profundo sopor. Comenzó a deambular por la estrecha estancia y se dirigió hacia el tablero que hacía las veces de escritorio. Allí estaban los útiles de navegación de su hermano. El sextante, el compás, varios lapiceros... Curioseó entre los estantes cargados de libros y un tomo encuadernado en piel azul oscuro le llamó la atención.
-Un momento. Eso no es...
Alargó la mano y extrajo el fino volumen del estante. En su portada se veía un albatros y bajo éste, impresas en letras plateadas, la palabra escrita en letras cursivas «Albatros». No había duda, era el libro que Sanem había regalado a Can el día de su trigésimo cumpleaños, el mismo día que éste le pidió matrimonio por segunda vez. Al abrirlo, un leve aroma como la fragancia de Sanem le inundó las fosas nasales. No pudo sino sonreír.
-¡Ah, hermano, ah! -susurró-. Ni estando alejado de ella lo estás del todo, ¿verdad?
Con una leve sonrisa pasó páginas. Allí estaban todos los recuerdos de la época de su noviazgo. En aquellas páginas, Sanem había volcado muchos sentimientos. Al visualizarlo ahora, con la perspectiva que da el tiempo, no pudo por menos que sentirse muy culpable. Habían sido por su culpa las primeras desavenencias, el dolor sufrido por ambos, los distanciamientos y las peleas. Sí, él y sólo él era el responsable de todo aquello.
Con cierta amargura, se volvió para dejar el volumen en su lugar. Al hacerlo, su vista tropezó con un lomo bastante ajado por el tiempo y, al parecer, por el uso. Introdujo el libro de recuerdos en el mismo hueco que había dejado su extracción y sus dedos no pudieron evitar pasearse por el ajado lomo. ¿Qué era aquello? Su curiosidad, al igual que la noche anterior, pudo más que la preservación de la intimidad de su hermano y extrajo lo que a todas luces era un cuaderno hecho a mano.
Se quedó unos minutos analizando la portada de piel repujada con un albatros. Claramente visibles se podían leer las palabras «Cuaderno de Bitácora». Un dije con las iniciales CD colgaban de una cuerda y mantenían cerrado el volumen. Si las palabras repujadas en la portada no le hubieran dado pistas de qué era aquello, las iniciales CD se lo había confirmado: aquél era el diario de viaje de su hermano.
Deshizo el nudo que lo mantenía atado, desenrrolló la tira y abrió por las primeras páginas. Lo primero que vio fue lo habitual en una agenda. Comenzó a pasar páginas.
Todas contenían anotaciones de los viajes que su hermano había ido haciendo a lo largo de los años.
Fue hacia el final y comprobó que aquello era mucho más que notas de viajes. Sorprendido, miró hacia su hermano que aún seguía dormido con la espalda apoyada en la pared del camarote y la barbilla hundida en su pecho. Iba a tener un dolor descomunal de cuello cuando se despertara.
De nuevo centró la vista en el diario de Can, en ese «Cuaderno de Bitácora» que todo marinero llevaba consigo, arrastró suavemente la silla que tenía ante sí, se sentó y apontocó el cuaderno sobre la superficie de madera bruñida que hacía las veces de escritorio.
Comenzó a leer por una página al azar.

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now