Capítulo 64 - Un hermoso inicio

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Temporada 3. Capítulo 4

En algún lugar del Egeo.

La noche comezó a caer. El sol se ocultaba por segundos en el horizonte mientras la pareja que hasta hacía un instante dormía comenzaba a despertar con los últimos rayos solares. La luna poco a poco iba haciéndose visible mientras el sol se ocultaba.
Can fue el primero en abrir los ojos y al instante notó el peso de la cabeza de Sanem sobre su hombro izquierdo. Miró hacia el la zona y sonrió al ver que la barbilla de ella tocaba el ala del albatros tatuado sobre su piel. Se quedó contemplando sus perfectas facciones y velando su sueño. Se recreó en el arco de sus cejas negras, las largas pestañas oscuras que se curvaban hacia arriba, en sus mejillas sonrosadas por el sueño, en su nariz levemente respingona y en sus labios hinchados por los besos. Su rostro estaba más redondeado que la última vez que la tuvo en un camarote. Casi parecía que había pasado una vida cuando la realidad era que apenas si llegaba a los cuatro meses. Su piel, levemente bronceada por el sol, resplandecía, ella entera era una potente luz de fuego fatuo. No pudo evitar deslizar el dorso de sus dedos por el hombro de la joven y recorrer el brazo hasta llegar al codo para luego realizar el viaje de vuelta. Su piel era seda, una seda que desprendía calor y se convertía en llama bajo sus dedos.
Enterró la nariz entre sus cabellos desordenados y aspiró el mismo olor que lo había acompañado durante un año, durante su soledad. El mismo aroma que aquella noche de fiera tormenta en el Atlántico y que le hizo aferrarse al cordaje mientras se desangraba debido al golpe que se había pegado contra el timón. En aquellos momentos sólo su recuerdo le mantuvo con vida mientras su embarcación capeaba el oleaje sin control de mano alguna. Cuando el sol por fin se elevó en el cielo, la tormenta amainó y él despertó de su letargo se sintió desorientado. Tuvieron que pasar un par de días para corregir el rumbo y dar la vuelta de regreso a casa. Jamás llegó a pensar que su regreso sería definitivo y derecho a los brazos de ella.
Acarició el pelo de Sanem con la nariz y de nuevo su aroma lo llenó de recuerdos. No sabía qué les depararía el futuro a partir de ese momento pero lo que estaba claro es que ya no sería él ni ella. Ni siquiera un ambos. Sería un ellos. Sonrió. No pudo evitarlo. Entre sus brazos en esos momentos tenía el mundo, lo demás no importaba. No importaba que su padre se hubiese marchado en el peor momento posible. No importaban los engaños de su madre, sus tejemanejes, sus palos en las ruedas o sus artimañas para separarlos. Sólo le importaba ella, ellos.
Se movió entre las sábanas y Sanem se movió con él siguiendo sus movimientos y acoplándose a ellos. Instintivamente la pierna de la chica se instaló entre los muslos de él, movió la cabeza y se acomodó bajo su barbilla haciendo que su coronilla rozara su mentón. Sintió el aliento de ella en la zona del esternón y volvió a sonreír mientras ella subía la mano que tenía libre y se aferraba a su cuello. Murmuró algo ininteligible y sonrió. No pudo verlo, pero sintió esa sonrisa en su piel.
Miró hacia el ojo de buey. Comenzaba a caer la noche, los últimos rayos de sol se colaban ya muy tenues en el camarote y pronto la luna les haría compañía. La luna, la de las dos caras. La cara brillante y la cara oculta, las mismas caras que siempre que hacía rodar sus piedras en la mano le recordaban que toda persona tiene una cara brillante que muestra al mundo y otra oscura y oculta que, en la gran mayoría de los casos, sólo conoce ella misma. Igual, con el tiempo, sería capaz de descubrir la cara oculta de alguno de los suyos.
Durante los minutos que pasaron hasta que la noche cayó realmente, durante los minutos que pasaron mientras ella dormía y él ya estaba despierto, Can revivió muchos momentos de su historia. Se vio de nuevo como el niño que, aferrado a los barrotes de su balcón lloraba por un hermano que se iba y una madre que lo abandonaba. Se vio mirando los ojos azules de ella. Estaban vacíos. No sentía remordimiento alguno. Se iba dejándolo allí sin más compañía que un padre medio ausente que no sabía qué hacer con un crío de cinco años y que finalmente tuvo que llevar a un colegio donde quedó internado. Que allí conociera a sus dos amigos, sus dos amigos reales no evitó recordar la soledad y el abandono que sintió. Se vio también como el adolescente que para evitar problemas se zambulló de lleno en la disciplina del deporte. Buscando en sus compañeros de equipo la compañía del hermano que le faltaba y que jamás pudo ser sustituida. Se vio como el fotógrafo de prestigio que había llegado a ser y, por unos segundos, revivió el momento en el que le suspendieron la licencia.
-¡Ah, Emre, ah! -pronunció bajito, tan bajito que Sanem, dormida entre sus brazos, ni lo intuyó porque no movió un músculo.
Giró nuevamente la cabeza y divisó la luna ya alta en el firmamento. Tenían tiempo para llegar. El vuelo hacia Londres no salía hasta casi medio día del aeropuerto de Paphos y por la disposción de las estrellas que podía ver en el cielo sabía que estaba a pocas millas de la costa de Paphos.
Estaba impaciente por llegar, impaciente por subir a ese vuelo que iba hacia Guayaquil con escala en Londres y cuyo destino final no era otro que cumplir el sueño de ella: viajar a las Galápagos.
Sonrió, no pudo evitarlo. Lo había meditado mucho antes de tomar la decisión de ese viaje pero era ahora o ya jamás sabría cuándo. Tres niños venían en camino y a saber si en un futuro llegaría alguno más. Sólo esperaba que no fueran de tres en tres. La sola idea le hizo soltar una carcajada mitad de espanto mitad de incredulidad.
(«¡Vaya, hemos pasado del silencio total y no voy a moverme para no despertarla a hacer más ruido que un elefante en una cacharrería. La vas a despertar!»
-Cállate, ¿quieres? -dijo Can en tono muy bajito-. Un momento, un momento. ¿Has hablado estando ella dormida?
(«Claro que sí, cariño. Si están ellos despiertos, también lo estoy yo.»)
Can se frotó el puente de la nariz con los dedos y presionó al tiempo que cerraba los ojos.
-Algo me dice que van a ser unos meses bastante jodidos.
(«¡Por favor! Luego me echarás de menos. Te lo digo yo. Soy muy divertida.»)
-Eres una pesadilla.
(«Una pesadilla que puede contarte muchos secretos de tu chica si estás despierto cuando ellos lo estén y ella duerma.»)
Casi pudo ver la cara de Sanem guiñando un ojo y frunciendo los labios en una semisonrisa. El mismo gesto que aquella vez en la cocina de Mevkibe cuando le preparó el gilbis.
Can sonrió de nuevo y, con mucho cuidado se deslizó por el catre para levantarse. Lo hizo extremando el cuidado para que Sanem no se despertara. Buscó sus pantalones y se los puso. Nadie iba a enterarse de que iba en plan comando.
La palabra comando le hizo recordar algo. Un momento de su vida ya bastante lejos en el tiempo, aquella vez en la agencia que Sanem hizo referencia a sus amigas del «pelotón».
(«Acabas de dejarme sin aliento, querido. Tienes un buen trasero.»)
Can se apresuró a subirse los pantalones y salió del camarote a toda pastilla comprobando que la bandana de Sanem seguía estando en su bolsillo derecho. Sí, estaba allí, asomaba por la apertura del mismo y él la introdujo del todo.
-Chica, eres un incordio -dijo mientras subía los pocos escalones que le separaban de cubierta-. ¿Eres realmente la voz interior de mi mujer o alguien que ha venido para frustarme?
(«¡Oh, soy la voz de ella! Realmente soy su voz. No entiendo que hayas podido empezar a escucharme. ¿Sabes que me trajo de vuelta cuando tú volviste? La primera vez que me escuchó tras casi un año creyó que estaba hablándole una gallina. Fue un momento bastante divertido.»)
Can por toda respuesta, refunfuñó y maniobró para levar anclas. Comprobó el curso y corrigió el leve desvío provocado por la marea antes de poner rumbo a Paphos. Estaban bastante más cerca de lo que había previsto.
(«Te ves muy bien al timón. Los rayos de la luna inciden en tu pelo y salen luminosidades plateadas de él.»)
-¿También eres poeta?
(«No lo sé. Soy la voz de una escritora casi consagrada. ¿Qué opinas?»)
-Opino que me estoy chiflando.
(«Es bueno hablar con alguien. ¿Cómo te las apañaste en alta mar durante el año que desapareciste? ¿No te sentiste muy solo?»)
Can no emitió palabra alguna, sonrió de esa manera suya torcida, se aferró al timón y aceleró motores. El «Servet» surcó el mar dejando una estela de aguas cargadas de espuma mientras la risa de una voz invisible se iba haciendo cada vez menos audible y unas manos femeninas se hacían sentir en su piel.
Un beso fue depositado en el centro de su columna vertebral y luego el cálido aliento desprendido de los labios de Sanem bañaron su espalda. Un escalofrío recorrió a Can desde el cuello hasta los pies. La sensación de vértigo que sintió hizo que sus sensaciones convirtieran su sangre en fuego líquido, su reacción fue casi primitiva. Estiró el brazo a su espalda y agarró a tientas la muñeca de Sanem haciendo que ésta, con un jadeo ahogado, fuera atraída por la fuerza del tirón hasta quedar situada entre él y el timón. El frío acero del mismo quedó suavizado en la espalda de ella por la camisa de Can que se había puesto y que estaba algo arrugada después de haber pasado varias horas tirada de cualquier manera sobre el suelo del camarote. Ni siquiera se la había terminado de abrochar, de hecho es que sólo se había abrochado dos botones del centro y, con el movimiento, uno de sus senos había quedado casi al descubierto.
-Tienes suerte de que mi mujer no sepa lo nuestro -dijo Can.
-Tienes suerte de que tu mujer sea un ser comprensible y nada celoso.
Can soltó otra carcajada, la segunda de la noche.
-Nada celosa, ¿eh?
-Nada celosa. Lo prometo -dijo haciendo el saludo de los boys scouts que había visto infinidad de veces en pelis y series estadounidenses.
-¿Fuiste una girl scout?
-Lo cierto es que no.
Can acercó su rostro al de ella y la besó en los labios. Sanem le echó los brazos al cuello y se pegó a él. De poder hacerlo... se fundiría con su piel y no se movería de allí. La necesidad, siempre presente, de sentirse rodeada por él no disminuía, se acrecentaba día a día. El año que no estuvo fue un año cargado de un dolor interior que nada calmaba. No podía explicarlo, no sabía explicarlo. Una angustia inenarrable le oprimía el pecho, su sangre parecía no circular por sus venas como debiera y el dolor en el corazón la ahogaba. Había momentos en los que no podía respirar. Nada la calmaba salvo la medicación que tragaba o le pinchaban y que la mantenían en una suerte de limbo infinito alejada del mundo. Pero todas esas sensaciones volvían cuando despertaba y los días se hacían eternos y vacuos. Aprendió a vivir con ello pero jamás volvió a ser la misma.
Can notó el cambio en su estado de ánimo y se apartó para poder mirarla a los ojos. Cuando sus miradas conectaron no hicieron falta más palabras.
-No voy a volver a irme -dijo estrechándola entre sus brazos-. Siempre permaneceré a tu lado.
-Siempre viviré con el miedo de que lo hagas. Que me enfade contigo por algo, te diga cosas de las que me arrepienta diez minutos después y que te hayas ido. De que no pueda contactar de ningún modo contigo. Te dije vete y te fuiste, Can. Jamás debí de pronunciar esas palabras pero nunca pensé que te irías de verdad. Yo... ya te lo dije una vez. Siento mucho haberte alejado, haber creído a Yiğit, haber confiado en él. Haber intentado cambiarte, haber intentado encerrarte en mi jaula con el miedo siempre presente de que no fuera suficiente para ti. No sé en qué estaba pensando aquella noche, no lo sé.
Las lágrimas recorrieron el rostro de Sanem y Can las enjugó con los dedos de la mano derecha mientras que la izquierda se mantenía aferrada al timón.
-Jamás debí huír, Sanem. Jamás debí dejarte atrás. Pero aquella noche comprendí que me había convertido en algo que no quería ser. Necesitaba reconstruírme, necesitaba volver a encontrar mi equilibrio personal antes de restaurar el equilibrio de todo lo demás.
La caricia suave que sintió Sanem en el cuello, aplicada por los tiernos dedos de Can, recorrió su piel al igual que lo haría una corriente alterna descontrolada. Su piel se erizó bajo esos dedos que, al igual que los pétalos de una rosa, recorrieron tiernamente su esternón hasta pararse en el centro de sus pechos. Can volvió a besarla tiernamente en los labios y sus dedos se abrieron al posarse sobre el vientre de ella.
-Cobijas aquí nuestro futuro, dejemos de lamentarnos por el pasado.
Sanem sonrió y unió su mano izquierda a la de Can. Éste acarició con el pulgar el dedo anular de ella donde lucía los anillos de matrimonio y de piedra de luna blanca que le había entregado hacía ya muchos meses. Un anillo hecho a mano con uno de los trozos de piedra que hacía tantos años le había regalado una anciana en agradecimiento. La piedra oscura de aquel regalo descansaba envuelta en un pañuelo blanco junto a varias botellitas extraídas del fondo del mar en el baúl que tenía en su propia embarcabación.
Mientras besaba nuevamente a Sanem vio en su mente un anillo similar al que creó el día que la piedra blanca se rompió. Éste estaba hecho con la piedra oscura. Otra mujer, otra mano, otro dedo, otro anillo. Todo igual, todo distinto. Pese a que esa visión tendría que haberle dejado un rastro de mal augurio lo cierto fue que ocurrió todo lo contrario, como si todo encajara, como si todo estuviera bien, como si todo fuera el cierre de varios círculos concéntricos. En ese instante... sintió la patada de un pequeño pie sobre la mano que tenía abierta acunando el vientre de su mujer. Jamás podría explicar el por qué,  pero sintió que era el pie de la que, en un futuro no muy lejano, llevaría el nombre de Derya.

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now