Capítulo 35. La conmoción de Can

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Del capítulo anterior...

Bulut se levantó de la mesa. Cogió la taza de café y se la bebió de un trago, la dejó vacía de donde mismo la había cogido y, sin decir nada más, se marchó dejando a Can con la mirada clavada en su espalda pero con una sonrisa que se reflejaba hasta en su mirada de león.

...

Se alegraba por Deren. Había encontrado en el abogado la horma del zapato que necesitaba pero no perdería a ninguno de los dos de vista. Quería a Deren como la hermana que no había tenido. En ciertos momentos de su vida, cuando la chica comenzó a trabajar para su padre y a él todavía no le habían dado su licencia de fotógrafo, habían trabajado codo con codo. Era una chica muy lista, muy creativa pero muy mandona. Apenas era una becaria en la agencia y ya despertaba la admiración de su padre. Ocurrió lo mismo con Sanem. Ambas eran muy diferentes entre sí pero las dos tenían una imaginación desbordante y lograban sacar ideas hasta de debajo de las piedras. Los eslóganes que ambas creaban por separado eran buenos pero cuando las juntabas... ¡eran realmente espectaculares! La agencia no volvería a irse a la quiebra teniendo a sus dos mujeres allí.
-Hablando de mujeres...
Can se levantó de la silla donde se había quedado viendo como Bulut se marchaba y se dirigió a la isla de la pequeña cocina. Preparó un vaso con té y se dirigió hacia la habitación. Sanem lo necesitaría en cuanto abriera los ojos.
Desde que compartían la misma cama, cada día se levantaba y se encerraba en el baño. No le dejaba entrar pero podía oír cómo lidiaba con las náuseas a través de la puerta. El alma se le caía a los pies. Sanem siempre cerraba la puerta con el pestillo y no le dejaba pasar.
Cuando entró, la cama estaba vacía y la puerta del baño abierta. No oía nada. ¿Tanto tiempo le había dedicado a Bulut que Sanem se le había adelantado con su rutina?
Dejó el vaso con el té sobre la mesita de noche. Se acercó al baño y miró hacia el interior. El inodoro estaba tapado y ella estaba ante el lavabo. Llevaba uno de esas prendas largas abiertas que últimamente tanto usaba. Eran como una bata pero no tenía cordón con el que atarla. La de hoy era blanca y negra y a la espalda tenía un sol radiante que iba desde el rojo más intenso en el interior hasta el amarillo más brillante. Una de las mangas la tenía caída. Podía verle el hombro y parte del brazo, la manga se enrollaba a la altura del codo y caía libre hasta la muñeca. Se estaba mirando en el espejo.
Can se apoyó contra la jamba de la puerta y buscó la mirada de Sanem en el espejo justo en el momento en que ella la desviaba así que lo único que hizo fue mantenerse en silencio y disfrutar del espectáculo que sabía bien le iba a ofrecer sin ella pretenderlo.
Sanem, alargó su mano derecha hacia uno de los botes que tenía sobre la encimera y lo cogió. Era una de las cremas que ella misma había elaborado en la última semana y cuyo componente principal era la rosa mosqueta.
Abrió el tarro e introdujo tres dedos en la untuosa pasta.
A Can el corazón se le salió del pecho cuando vio lo que vio. Sanem se frotó ambas manos con la crema y procedió a untarla sobre los costados de ambos pechos y la parte inferior. Mientras la observaba pudo notar la mueca de dolor en la expresión que se reflejaba en el espejo pero eso no evitaba que el momento, aparte de íntimo le estuviese acelarando la sangre en las venas. Vio cómo ella alargaba de nuevo la mano hacia el bote y volvía a introducir nuevamente tres dedos en el recipiente. Pudo leer la intención de ella antes de ver sus movimientos y no se pudo resistir. Se acercó a ella por la espalda y atrapó la mano que estaba embadurnada de la cremosa pasta.
Can hundió la cabeza en el cuello de Sanem e inspiró su fragancia al tiempo que retiraba de los dedos de ella la crema y los pasaba a sus propios dedos. Le retiró un poco esa especie de bata que llevaba y procedió a esparcir la pasta sobre el vientre de su mujer.
-¿Caaan? -preguntó con voz adormilada.
-Hueles a rosa mosqueta y a miel -dijo Can muy bajito junto a su oído mientras le acariciaba el cuello con la cara.
El vello facial hizo cosquillas a Sanem pero no pudo evitar recostarse sobre él y buscarle la mirada en el espejo. Vio por el rabillo del ojo en su imagen reflejada cómo Can, sin apartar la vista del reflejo de su mirada tanteaba sobre la encimera y volvía a retirar una pequeña cantidad del mismo bote que había abierto ella instantes antes. Can volvió a acariciarle el vientre mientras esparcía por él la cremosa mezcla. Su mano era grande, abierta cubría todo el vientre que empezaba a redondearse, lo acunó con delicadeza y pensó en su Derya. Estaba ahí, justo ahí, bajo su mano. La niña con ojos color caramelo y mirada de gacela que tantas y tantas veces había soñado en las horas de duermevela en su barco. Soñando y deseando que alguna vez ese sueño pudiese hacerse realidad. Durante un año casi podía oler el pelo de ella y el de esa hija que tanto ansiaba y que solo había creído real cuando había hablado de ella en su Cuaderno de Bitácora. A medida que los días pasaban a solas en esos mares que atravesaba se le habían ido uniendo un chico y otra niña pero esa niña era especial. Esa niña era la viva imagen de Sanem.
-Son para evitar las estrías, ¿verdad? -preguntó al tiempo que depositaba un beso en su cuello y otro en su hombro.
Sanem se arreboló y sólo pudo asentir.
-¿Hoy es cuando vamos a monitores?
Sanem cubrió con su mano la de él que aún seguía sobre su vientre y se giró para mirarle, ahora sí, directamente a los ojos.
-Sí. Leyla iba a venir conmigo. Aunque eso fue antes de...
Can sonrió.
-Si crees que voy a dejarte ir con tu hermana estás mal de la cabeza.
Can deslizó la mano hacia la cintura, de allí acarició el costado del pecho y la subió hasta la mejilla de Sanem. Ella se estremeció cuando sus dedos la acariciaron en el cuello y le llegó el aroma de la rosa mosqueta y la miel que aún impregnaban los dedos de Can. Sanem giró la cara y besó la palma de la mano de su marido. Ambos se sonrieron.
Can atrapó sus labios en un dulce beso y bajó la mano que tenía a la espalda de la chica hasta el trasero para acercarla más a él.
-Eres lo más bonito que he visto en la vida. He viajado por todo el mundo, he visto el Tíbet, he visto el Amazonas, el Río Nilo y los Fiordos Noruegos en plena Aurora Boreal y nada es comparable contigo. A veces ni puedo mirarte a los ojos porque empiezo a temblar de pies a cabeza como un tonto adolescente.
La risa cantarina de Sanem llenó el espacio. Buscó los labios de Can y le dio un beso fugaz.
-Creo que se te está pegando mi vena poeta, Can.
-Bueno, sí, quizás. Ya sabes que el poeta de la familia es Emre, ¿verdad?
-Eso lo dirás tú. Creo que en su cabeza sólo hay arte para cuadrar números. A veces pienso qué creatividad podrán tener mi hermana y tu hermano en la cama si ambos tienen una mente tan analítica.
Fue el turno de Can de reír.
-¡Por Dios, Sanem! -dijo Can al tiempo que se separaba y tomaba distancia de ella-. Acabas de plantar en mi mente una imagen del todo mata-libido.
-Agradécemelo -continuó Sanem-. La cosa aquí se estaba empezando a poner ardiente y tenemos media hora para llegar a la clínica.
Sanem se acercó a él y depositó un beso sobre la piel desnuda de Can. El lugar escogido no pudo ser otro que la zona donde el hombre llevaba tatuado el albatros.

...

-Señorita Sanem Aydin. Consulta tres.
La llamada fue oída desde los megáfonos de la clínica en la sala de espera. Can dejó de pasearse y buscó a Sanem que en esos momentos se levantaba de una de las sillas.
-¿Aydin? -le preguntó moviendo los labios y en silencio.
Sanem se encogió de hombros. Más tarde lo arreglarían. Can no podía entender cómo mantenía la calma. Él estaba que bien podía salir por el techo de la clínica de maternidad.
Se acercó a ella y la tomó de la mano. La misma mano que tantas veces había tomado y que tantas veces había echado en falta. Can avanzó con decisión por el pasillo y casi parecía que la estaba arrastrando tras de sí. Era difícil para Sanem seguirle, sus zancadas eran demasiado grandes y ella no tenía ganas de correr. Tiró de él para que redujera el paso pero apenas si fue perceptible que él aminoraba. Le cedió el paso cuando abrió la puerta de la consulta y Sanem entró por delante de él.
El doctor les hizo señas para que ocuparan las sillas destinadas a los pacientes y tras tomar unas cuantas notas en le ordenador se dirigió a Sanem y le dijo que pasara tras el biombo y que se recostara sobre la camilla.
Una enfermera entró en la sala y preparó el monitor. Le dijo a Sanem que se descubriera y procedió a cubrir el vientre de la chica con el viscoso gel que ayudaba al ultrasonido. Can llegó y se sentó junto a ella al tiempo que la cogía de la mano. Ambos se miraron a los ojos y se sonrieron.
El doctor dijo algo pero ellos ni le prestaron atención, solo tenían ojos el uno para el otro.
Sanem sintió cuando apoyaron el mango del ultrasonido sobre ella y comenzaba a recorrer su vientre. Sintió cómo Can le apretaba los dedos.
-Señorita Sanem.
-Señora Sanem. Sanem Divit -dijeron ambos a la vez.
-Ah, perdón -se excusó el médico-. Disculpen en el historial consta usted como soltera.
-Bueno, sí. Es una larga historia, pero nos casamos hace tres días -puntualizó Can.
-Perdón, señora Sanem, señor Can... -El médico carraspeó. Miró el monitor, de nuevo a la pareja y de nuevo otra vez el monitor-. La verdad, no sé cómo decirles...
A Can el alma se le bajó a los pies. ¿Ocurría algo malo? Por favor, nada de malas noticias. Ya habían pasado por bastante.
-¿Qué ocurre, doctor Agçi? -preguntó Sanem.
El médico carraspeó y miró a la enfermera. Ésta miró hacia la pantalla del ultrasonido y se quedó con la mirada fija ahí durante unos segundos.
Can y Sanem no entendían nada pero ambos se miraron al tiempo que Sanem se incorporaba sobre la camilla. Can se levantó de la silla y se acercó al monitor sin soltar la mano de su mujer. Justo cuando miraba hacia la pantalla la risa de la enfermera inundó la sala.
-¿Eso es lo que yo creo realmente que es? -preguntó Can sin apartar la vista de la pantalla.
-Enhorabuena, señores Divit, van a ser los flamantes padres de tres preciosos bebés -dijo la enfermera mientras se descojonoba de la risa.
Sanem no tuvo ni tiempo de reaccionar ante la noticia. Sintió que su mano se quedaba vacía. Miró hacia Can que, pese a su tez tan morena, se estaba volviendo del color de la ceniza y solo le dio tiempo a gritar mientras el mastodonte que tenía por marido caía a plomo en el suelo.

(¿Continuará?)

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