Capítulo 19. La confesión de Can

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Del capítulo anterior...
Mi hombre ideal no se opondrá a mis decisiones. Él me apoyará.
De la lista de cualidades del hombre ideal de Sanem Aydin.

-No vas sola, iremos juntos.
Can la tomó de la mano y se dirigieron al almacén de Cemal. Se separaron nada más entrar. Sanem comenzó a deambular por el lugar intentando dar con algo que la pudiera ayudar para meter entre rejas al tal Cemal. Se iba a enterar. Sus amigos habían acabado en prisión por su culpa y ahora estaba intentado difamarla y hacer que su negocio fracasara con sus mentiras. Oyó a alguien que llegaba y se escondió entre unas cajas. Una brazo la agarró y la atrapó por la espalda, una mano le tapó la boca y fue arrastrada tras una columna de cajas.
-Calla y sígueme -dijo Can.
Los dos se alejaron y entraron en una especie de despacho donde se escondieron. Se quedaron tras la puerta y se miraron a los ojos. Can apoyó el hombro derecho sobre ella y acarició el pelo de Sanem con la mano izquierda.
(Dios, es tan bonita. Mi corazón no late si no está ella.)
Sanem le miró y se perdió en esa mirada oscura y penetrante. Sabía que él podía leer en ella como en un libro abierto. Los rostros se acercaron, sus labios se encontraban a un hilo de distancia. El beso que se habían estado negando todo el día se iba a producir. El labio superior de Can rozaba ya el de Sanem cuando la voz que provino del otro lado les dejó a ambos congelados.
Sanem y Can se separaron y se quedaron mirándose el uno al otro. Como un vals bien ensayado ambos desviaron la mirada a la par y se quedaron mirando la puerta con expresión estupefacta en sus rostros.
-Cemal, ¿está todo listo para presentar la denuncia? ¿El hombre que te recomendé está dispuesto a hacerlo?
-Todo saldrá bien -dijo Cemal-, Yigit.
...
Los pasos de ambos se alejaron y sus voces se perdieron.
Sanem se giró de nuevo hacia Can con los ojos cuajados de lágrimas que eran derramadas en silencio.
-No llores, Sanem -dijo Can al tiempo que le acariciaba la mejilla-. Mírame, nena. -La mano de Can se desplazó hasta el cuello de la chica y le levantó la cabeza-. Mírame.
Sanem alzó la mirada y Can buceó en esos ojos acuosos. Se humedeció los labios antes de volver a hablar.
-Sanem, escúchame y escúchame con atención, ¿vale? -le dijo Can.
Sanem asintió.
-Hace mucho tiempo que tengo a un detective detrás de los pasos de Yigit, tenía sospechas sobre mi madre que fueron confirmadas con aquella llamada telefónica. -Can seguía acariciando el pelo de Sanem con una mano y ahora unió la segunda para atrapar entre ellas la cabeza de la joven-. Encerré a Fabri, se está consumiendo en la cárcel por mucho menos; con Yigit sucederá lo mismo, ¿entiendes? Lo sacaremos de tu vida.
Sanem aproximó su rostro al de Can, los labios rozaron la barba que crecía justo en la comisura de los masculinos. Can acarició con sus manos la sensible piel detrás de las orejas y rozó la nariz de Sanem con la suya.
-Confía en mí, amor -le susurró rozando ya sus labios-. Confía en mí, ¿de acuerdo?
La besó dulcemente. Fue como el aleteo de una mariposa antes de emprender el vuelo y terminó en un instante. Sanem le echó los brazos al cuello y se refugió en su cuerpo. Can era como una roca, firme y seguro.
-Te amo tanto... -lo susurró tan bajito que Can pensó que igual lo había imaginado.
Can la estrechó entre sus brazos y le acarició la espalda.
-Sanem, tenemos que salir de aquí. Has venido por respuestas y creo que ya las tienes -dijo Can acariciando la oreja de Sanem con sus labios.
La chica se retiró y los brazos de Can cayeron a sus costados, se sintió de repente vacío.
-Vamos -dijo Can tendiendo la mano una vez más a Sanem-. Salgamos de aquí.
Y tan silenciosamente como llegaron, se marcharon.
Salieron al exterior y se dirigieron al coche en silencio, se subieron al mismo y Can arrancó.
-¿Dónde vamos? -le preguntó Can-. ¿A dónde quieres que te lleve? -dijo sin apartar los ojos de la carretera.
-Llévame a nuestras rocas. -Y Sanem buscó la mirada de Can al tiempo que ponía su mano sobre la masculina que estaba en el volante.
Can atrapó los dedos de Sanem entre su mano y el volante y le acarició con el meñique la muñeca antes de poner rumbo a las rocas.
No se bajaron del coche cuando Can estacionó. Se quedaron mirando aquella zona que había sido testigo de tantos momentos importantes de sus vidas.
Sanem habló después de bastante tiempo.
-¿Contrataste a un detective? -La voz era firme y Can percibió en ella cierto tono de desconcierto y acusación.
(Allá vamos, empiezo a percibir la tormenta que se avecina.)
-Contesta, Can. ¿Contrataste a un detective?
-Sí.
Fue todo lo que dijo Can antes de volverse a mirarla. Sanem estaba recostada contra la puerta del copiloto mirándole de hito en hito.
-¡No me lo puedo creer! -increpó la muchacha.
-Sanem, creo que no es el momento de enfadarte y sí el tiempo de...
Se quedó con la palabra en la boca. Sanem buscó la manilla de la puerta, la abrió y salió disparada hacia las rocas.
¡Las rocas! Can no era muy amante de aquellas rocas. No eran buenas rocas. Eran las rocas de las discusiones, las rocas de más veces hasta aquí llegamos que las de aquí estamos. Tenía miedo a o de pocas cosas pero aquellas rocas eran sus arañas personales.
Sanem se paró en una de las más próximas al agua, ¿no era aquélla dónde mismo había dejado aquella noche su bandana?
Can suspiró, bajó también del coche y la siguió. Llegó hasta ella sin hacer ruido, como siempre.
-Pudiste al menos habérmelo dicho -gritó Sanem.
(Allá vamos)
-Te lo he dicho ahora -dijo Can en tono quedo.
Sanem se le quedó mirando por unos instantes. Sus ojos eran tan profundos y oscuros que se perdía en ellos y hasta los pensamientos la abandonaban. Desvió la vista hacia el mar. Si le miraba a los ojos perdería la concentración.
-Tienes un problema muy gordo, Can. Lo tienes de siempre. Nunca hablas, tú sólo actúas.
-Pues mira quien fue a habalar. La que dice muchas cosas pero en realidad no dice nada.
-¡Tendrías que haberme dicho que habías contratado a un detective!
-¿Para qué, Sanem? ¿Para qué decirte nada? Te dije que lo arreglaría, que confiaras en mí. ¿Cuál fue tu respuesta? Sólo asentiste, ¿recuerdas? Pues fue lo que hice: arreglarlo. Llamé a Metin y conseguimos las patentes de tus cremas y hablé con un detective porque no me fiaba de que Yigit hubiera desaparecido de tu vida. A decir verdad, tampoco me fío mucho de que mi madre se haya ido de Estambul.
-¡Pero pudiste habérmelo dicho! ¿No crees? -chilló Sanem.
-Sí, podría habértelo dicho. De hecho, ahora mismo estoy convencido de que tendría que haberlo hecho. Tú también tendrías que haberme dicho muchas cosas pero no lo hiciste. ¿Quieres seguir por ese camino?
Sanem negó con la cabeza y Can le tendió la mano. Sanem se quedó mirándola pero no dudó en aferrarse a esa mano extendida. Can encerró los dedos de Sanem en su puño y tiró de ella para que le siguiera.
-Vamos, iremos andando hasta el barrio. Una buena caminata nos hará bien.
-Eres imposible. Siempre terminas llevándome al huerto.
Can comenzó a reír.
-Sanem, en serio, ese símil está de más. Podrías haber dicho que siempre acabo saliéndome con la mía o imponiendo mi criterio pero ¿llevarte al huerto? Eso es lo que yo querría cada día pero no hay manera contigo. No tengo ni idea de cómo logramos, aquella noche en mi barco, terminar lo empezado.
Ante la mención de la noche pasada en el barco, Sanem enrojeció hasta la raíz de sus cabellos.
-Anda, vamos. -Can volvió a tirar de ella-. Tenemos que hablar con tu madre. Esta vez vamos a hacer las cosas a mi modo.
-De acuerdo -susurró la chica. Can sonrió. Un tanto para él.
Caminaron hacia el barrio. Mientras Can guardaba silencio, Sanem no hacía si no murmurar por lo bajo. Algunas frases eran de lo más coloridas. Can aguantaba la risa pero la sonrisa no se caía de sus labios.
Llamaron al timbre de la casa de los padres de Sanem y Mevkibe les abrió la puerta. No le pasó por alto el hecho de que Can llevaba de la mano a su hija.
-Vamos, pasad -dijo la mujer.
Can soltó la mano de Sanem y le cedió el paso. Ambos entraron en casa, se descalzaron y siguieron escaleras arriba a la madre de Sanem.
-Prepararé un poco de té. Poneos cómodos, cariño -dijo al tiempo que acariciaba la mejilla de su hija. Se fijó en los ojos de su niña y vio tantas cosas reflejadas en ellos que contuvo un suspiro. Lo veía venir. Querría no haberlo visto venir, pero... lo había hecho.
Desvió la mirada hacia Can y estudió el rostro del que en un tiempo había considerado como a un hijo; no obstante, le había hecho tanto daño a su hija... no creía poder perdonárselo nunca. Pero el destino jugaba bien sus cartas y ella sólo era una del mazo sin valor. Los triunfos eran ellos.
Can y Sanem se sentaron en el sofá que había en la pared lateral. Mevkibe se marchó pero sólo llegó hasta la puerta y allí se escondió. Fue testigo de excepción de cómo Can buscaba la mano de Sanem y la acariciaba y también de cómo Sanem se giraba a mirarlo.
(Ay, Dios, esto no tiene remedio. Espero que esta vez me dé tiempo a decírselo a Nihat antes de que se vuelva a enterar por otros.)
Mevkibe regresó a la sala a los pocos minutos con tres vasos de té. Se sentó en el sillón de Nihat y miró hacia la pareja.
Ambos alzaron la vista a la vez de sus vasos y Mevkibe les escudriñó por turnos. Notó la intención de Sanem de comenzar a hablar pero se adelantó.
-Estáis juntos de nuevo, ¿verdad? -preguntó sin esperar respuesta-. No, no hace falta que lo niegues, hija, si se os ve a la legua. No voy a hacerme la ciega otra vez ni intentar convencerme de que no es real. Lo fue en el pasado y también lo es ahora. Supe que esto llegaría hasta aquí desde el mismo momento en que os vi juntos en aquella cena la misma noche de su regreso, era inevitable.
Mevkibe miró a Can.
-Si vuelves a irte -dijo mientras se levantaba y le señalaba con el índice-, no regreses jamás porque acabarás en un cementerio y yo en la cárcel, ¿me oyes, Can?

(¿Continuará?)

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