Capítulo 50. Lágrimas de ámbar

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Del capítulo anterior...

-No me lo puedo creer, Leyla. ¿Cuántos secretos tiene? ¿Cuántas cosas mantiene oculta?
La voz de Sanem fue perdiendo intensidad a medida que hablaba. Se llevó una mano al cogote con la intención de sostenerse la toalla y acarició los dedos de su hermana. Leyla retiró la mano despacio y acarició el cuello y el hombro de Sanem hasta depositarlo en el brazo. La atrajo hacia sí y la menor de los Aydin descansó la cabeza en el hombro de su hermana.
-Tú también le estás ocultando muchas cosas, ¿verdad? Él cree que eres un libro abierto y no puede estar más equivocado -le dijo Leyla.
Leyla la estrechó aún más fuerte cuando sintió bajo su barbilla cómo asentía su hermana. Podía oler el aroma del champú que Sanem usaba a diario, ese aroma tan característico de ella, el perfume elaborado con la fórmula que le legó su abuela y que salía de las flores silvestres que ella misma plantaba y cosechaba. Esa fragancia tan suya y tan especial. Sanem era una perfumista nata, tenía un don para elaborar cremas, lástima que no lo explotara más.
-Le oculto todo lo que no puedo decirle, Leyla -dijo en un susurro.
-Le ocultas todo aquello que no te atreves a decirle -le contestó Leyla al tiempo que apretaba el brazo de Sanem.
Sanem se apartó del pecho de su hermana y la miró a los ojos. La mirada azul de Leyla, tan pura y cristalina como ella, estaba cargada de sabiduría. Leyla conocía muchos de sus secretos, sí, pero no todos. Y sabía lo que con más celo ocultaba y seguiría ocultando a Can.
Leyla entendió sin palabras lo que veía en los ojos de gacela de Sanem. Para ella era muy fácil leer en las miradas. Era algo innato. Desde pequeña, y debido a los continuos enfados de Mevkibe con su padre, había desarrollado el arte de la lectura ocular, el aprendizaje del lenguaje «Mevkibe». Sanem, en gran medida, también era capaz de entenderlo pero no había llegado al grado de conocimiento y pericia de ella.
Sosteniéndose aún la húmeda toalla contra el cogote, Sanem se apoyó en el quicio de la puerta de la caseta sin apartar los ojos de los de su hermana. Aquellas conversaciones silenciosas mantenidas durante años entre ambas evitaban en muchas ocasiones palabras que podían llegar a ser escuchadas por quienes no debieran. Ahora estaban solas, no había nadie en varias decenas de metro a la redonda. Su marido, su cuñado y su abogado y mejor amigo estaban bastante lejos. Así que respondió.
-Al principio, esos mensajes estaban cargados de rabia y de pesar -comenzó acomodándese contra la fría piedra de la caseta-. Los echaba al mar para ahogar toda mi angustia, todo mi dolor, toda mi frustración, toda mi ira. Era una manera de decirle lo que él no podía escuchar. Ahogaba en el mar lo que estaba ahogándome a mí -continuó con voz calma pero notándose en ella que aguantaba las lágrimas que no se atrevía a derramar-. Escribía en cada nota lo que me impedía seguir respirando, de ahí que cada mensaje fuese encerrado en un frasco. Un frasco cerrado, al igual que un corazón lleno de sentimientos, guarda la cantidad de aire necesaria para proteger lo que contiene pero, con el tiempo, si no se abre, se acaba extinguiendo y el papel se convierte en nada; en un corazón humano, la pérdida de esos sentimientos que acumulamos y que nos hace ser quienes somos, si no se alimenta, desaparece y lo que está dentro, termina muriendo o matándote. A mí me estaba mantando, Leyla.
»Un fuego sin oxígeno que lo alimente -continuó intentando insuflar aire en sus pulmones-, se extingue con el tiempo. Las llamaradas que yo sentía en mi pecho cuando estaba con Can las sentía vivas y crepitantes, nunca se agotaban, al contrario, reavivaban por mucho que yo intentarla mantenerlas aplacadas. Al faltarme él, al saberme abandonada... Sin él, sin su propio fuego, sólo podía considerarme una cáscara vacía.
Leyla la dejaba hablar sin interrumpirla. Leía en su lenguaje corporal, y en las expresiones que velaban su rostro o humedecían sus ojos, lo que ella no expresaba con palabras y rellenaba más de un hueco que intentaba ocultar.
-Me llevó mucho tiempo darme cuenta de ello -continuó Sanem-, de reconocer ante mí misma que no podía seguir muerta en vida pero... para entender lo que soy, quién soy... era necesario ahogar en el mar ese fuego casi extinto del que sólo quedaban rescoldos. Unos rescoldos que, está claro, nunca murieron. Fue por eso que, con el tiempo, mis palabras se fueron transformando en otra cosa. Eran las palabras de esperanza que no podía decir a nadie, los recuerdos que no podíamos compartir y que eran los que me sustentaban como no lo hacía ni la comida ni los medicamentos que tragaba casi obligada o que recorrían mis venas cual veneno que trataba de borrar a su paso por mi ser lo que nunca desapareció: mi amor por él, los anhelos que aún perduraban en mi corazón.
Sanem se echó hacia delante con cuidado y apoyó las muñecas en la rodilla derecha de Leyla, la toalla resbaló por su espalda sin que ella se iera cuenta y quedó abandonada sobre el frío marmol. Sanem acarició el muslo de su silente hermana y se acomodó sobre el escalón para poder reposar su cabeza en el regazo de Leyla, junto a la criatura que comenzaba a formarse en el vientre de su hermana. Era un niño, lo presentía.
-No es posible de explicar esto, Leyla -dijo a sotto voce-. Las palabras son insuficientes. Volcar lo que significó para mí su amor en un libro no era bastante ni de lejos. Es imposible que lo entiendas. Pese a todo, Emre jamás te dio la espalda, él siempre estuvo ahí para ti aunque verle te doliera porque pensabas que era algo inalcanzable.
»Emre ha cometido muchos errores. Lo sabes, lo sabemos.
-Te equivocas, Sanem. Emre no siempre estuvo ahí.
-Sí que estuvo, Leyla -dijo incorporándose y enfrentando nuevamente la mirada ahora turbia de su hermana-. Igual no como tú hubieras querido -dijo acariciándole la rodilla-, pero estaba ahí, no se marchó a ningún sitio. Emre tendrá muchos defectos, el abandono no es uno de ellos. El día de tu compromiso con Osman, se presentó en la casa, ¿cierto? ¿Crees que fue porque no estaba ahí? Se vio en sus ojos lo destrozado que estaba. Durante días estuve observándole. Cada vez que te dabas la vuelta... él estaba ahí. Cada vez que le dabas la espalda, él moría por dentro un poco más. Fue cauto, fue sigiloso. Te reconquistó a base de dejarte espacio, de saber que, al final, recapacitarías en tu decisión y terminarías abandonando a Osman porque él no era el hombre adecuado para ti.
»Lo odié en mis momentos más bajos. Lo odié porque Can no era como él. Can se fue, él se quedó. Emre no huyó, Leyla. Muchos días me era imposible asimilar la inquina que le tenía a Can. Comencé a comprenderle cuando se fue. Can me dejó tirada al igual que hizo con su hermano, nos dejó abandonados a los dos. Emre me lo advirtió en incontables ocasiones, me dijo que me haría daño, que Can era así. No lo creí, no lo creí hasta que me sucedió a mí, hasta que nos sucedió de nuevo a los dos -profirió con voz ahogada y llevándose ambas manos al pecho, haciendo presión en él con sus puños cerrados en un intento de mantener a raya su control.
Leyla no la interrumpió, mantuvo silencio. Aun así, dibujó en sus ojos la pregunta que quería hacer y Sanem, una vez más, supo leer en la mirada acuosa de Leyla la pregunta que le hacía el por qué los mensajes en las botellas.
-Una vez, Can me contó la historia de la diosa Yurate, ¿la conoces?
Leyla negó con la cabeza. Sanem volvió a acomodarse sobre la rugosa pared de piedra a su espalda y dio inicio a la historia con voz halitante consecuencia de estar perdida en sus recuerdos.
-La diosa letona Yurate -comenzó tras un breve suspiro- vive en el fondo del Mar Báltico en una fortaleza hecha de ámbar. Un día... se enamoró de un pescador, de Kaststius, un ser mortal y él... se enamoró a su vez de ella. Por supuesto, el amor entre un mortal y una diosa era algo imposible y prohibido, así que decidieron fugarse y ocultarse. Perkunas, el dios del trueno, los encontró y mandó al pescador al otro lado del mundo y a la diosa la encerró en un castillo de ámbar. Y no se vieron más... Desde aquel día, Yurate empezó a llorar lágrimas de ámbar para que las olas se las llevara y así su amante pudiera encontrarla.
»Cada uno de mis mensajes encerrados en esas botellas de cristal que lanzo al mar simboliza para mí una de esas lágrimas derramadas por Yurate por la ausencia de su pescador. Uso ese papel reciclado de color amarillento para escribirlas porque es el color más parecido que pude encontrar al ámbar.
El silencio inundó por un momento a las dos hermanas antes de que Sanem continuara.
-Tengo una de esas lágrimas de ámbar de la diosa, Leyla. Me la regaló Can hace año y medio por mi cumpleaños. Ese colgante está destinado a mi hija -susurró llevándose la mano al vientre-, bueno, a alguna de ellas -dijo con una leve sonrisa en sus labios al tiempo que se acariciaba el redondeado abdomen-. Sólo espero que le sirva para recuperar lo que cree perdido -añadió convirtiendo la leve sonrisa en un rictus más amargo en sus labios.
-Sanem -dijo al fin Leyla-, a veces me das miedo. Hablas como si fueras una suerte de profeta.
-Quizás... -añadió Sanem, ahora sí, con una amplia sonrisa en sus plenos labios- es porque hay alguien que profetiza a diario sobre todos nosotros.

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now