Capítulo 55. Una llamada, preparativos y una sorpresa

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55. Una llamada, preparativos y una sorpresa.

Sanem se quedó allí de pie, mirando la toalla un tanto estupefacta.
(«Cariño, a eso lo llamo yo dejarte en la estacada.»)
-Cariño -dijo esta vez Sanem-, ¡cállate de una jodida vez!

Durante unos momentos, se quedó en blanco sin saber cómo reaccionar, finalmente, pegó un grito y siguió los pasos de Can hasta el que había sido su dormitorio durante un tiempo. Al entrar en él, vio tirados por el suelo de cualquier manera los pantalones que llevaba puestos cuando se tiró a la piscina. No pudo evitar sonreír.
-La verdad es que... hemos sabido caldear el ambiente.
(«Por decirlo suavemente. Habéis creado una bonita hoguera ahí afuera.»)
-Shhh, te va a oír.
(«Sí, ésa es mi cruz. -Sanem podía asegurar que su voz había suspirado tristemente-. Antes era más divertido.»)
-¿Antes de qué?
(«Antes de que pudiera escucharme, ¿qué si no?»)
-¡Cállate de una vez! ¡Anda, largo por un ratito!
Sanem esperó volver a oír la voz en su cabeza con alguna salida poco apropiada pero ésta se había callado definitivamente.
Se agachó para recoger los pantalones empapados y, tres pasos más allá, se topó con los calzoncillos. Tuvo que morderse el labio, su gusto para la ropa interior era bastante deplorable. Recordó los bóxers «comando» que una vez sostuvo entre sus manos y los turquesas con piñas que le recordaban a una vieja camisa de ella. Pero sus favoritos eran los rojos con coranzoncitos blancos que acababa de recoger también del suelo. ¿De dónde los sacaba?
Asomó la cabeza por la puerta del baño y vio que estaba dentro de la ducha. Malditas franjas blancas, evitaban que viera lo más interesante de su anatomía.
-Venga, Can, no me hagas esperar mucho y date la vuelta.
(«¡Mirona!»)
-¿No te habías marchado? -preguntó Sanem apoyándose contra la jamba y aferrando la ropa mojada contra su pecho.
(«Es que el espectáculo merecía la pena.»)
Can miró en ese mismo momento sobre su hombro y pilló a su chica recostada sobre el quicio de la puerta que ni se había molestado en cerrar. Terminó de enjabonarse el pelo y metió de nuevo la cabeza bajo el chorro de agua para aclararlo. Luego se restregó con jabón el resto del cuerpo. En su vida se había dado tanta en prisa en ducharse, tenía que salir de aquella ducha lo antes posible.
-¡Por mí... no hay prisa!
(«Por mí que tampoco la tenga.»)
-Sanem, sal de aquí y llévate contigo a ésa -dijo señalando a algún lugar indeterminado sobre la cabeza de Sanem.
-El espectáculo es estupendo desde aquí. Lástima de esas bandas blancas en el cristal.
-¡Sanem!
-Sí, querido, ya me voy.
Depositó la ropa empapada sobre el lavabo y salió de allí entre sonoras carcajadas.
Can cerró el grifo, se enrolló una toalla en torno a la cintura y salió de la ducha. Del toallero que había junto al lavabo cogió otra más pequeña para estrujarse los cabellos. Se frotó su leonina melena con brío y salió del baño hacia su dormitorio. Allí se encontró a Sanem, sentada sobre su cama, (¡mal asunto!) pero el silencio que notaba a su alrededor fue muy bienvenido. Ni rastro de esa metiche. Aunque no podía estar del todo seguro.
Can miró a Sanem mientras repetía la acción de secado de minutos antes al borde de la piscina. Sus cabellos negros con matices cobrizos se iban rizando levemente a medida que se iban oreando.
Sanem se levantó de la cama, se acercó a él y le besó el pectoral en el que tenía tatuado el albatros.
-Ahora vuelvo -dijo sonriendo y saliendo de la habitación.
La escuchó trastear entre los cajones del baño mientras él, a toda prisa, abría un cajón para sacar unos calzoncillos con el diseño de la piel de un dálmata y cogía unos vaqueros rotos a la altura muslos y rodillas.
Sanem se lo encontró saltando en la habitación intentando embutirse en los pantalones, fue consciente de que la tarea era difícil debido a que sus piernas no estaban del todo secas.
-Eres un desastre.
-No soy ningún desastre -dijo abrochándose con dificultad los cuatro botones de la pretina.
Sanem no pudo evitar reír.
-Te prometo que más tarde arreglaré eso -dijo señalándole cierta parte de su anatomía con el peine.
-Más tarde no vas a arreglar nada -contestó-. He prometido celibato hasta después de la boda. Total, no será la primera vez que practique semejante técnica si estás de por medio.
Sanem comenzó a reír de manera descontrolada mientras se acercaba a él. Can vio que llevaba unas tijeras en la otra mano.
-¿Qué piensas hacer con eso? -dijo señalando con su barbilla las tijeras.
-Recortarte un poco la barba. Sé que no vas a ir al barbero ni muerto.
-Si me tocas un solo pelo de la cabeza, te juro que esa bonita melena, por mucho que sea adicto a ella, desaparece en un minuto.
Sanem volvió a reír. Dio el paso que le faltaba y lo agarró de la mano. Lo instó a que se sentara en el sillón que había junto a la ventana y se instaló entre las piernas del hombre que las había abierto por instinto. Sanem apretó entre sus puños las tijeras y el peine y acarició con el dorso de sus dedos las sienes de Can.
Él buscaba su mirada de gacela pero ella no se la devolvía, se mantenía inmersa en sus ensoñaciones. Bajó por su rostro y los vellos crespos de su barba le hicieron cosquillas. Adoraba esa barba. Adoraba ese cabello largo. Lo adoraba a él.
Con el dorso de la mano llegó hasta su mentón. Era un hombre con unas facciones extraordinarias. Nunca le había visto afeitado, pero sabía que de hacerlo, echaría mucho de menos las caricias de esa barba cuando la besaba en el cuello. Todo fuera dicho, ese roce... la transportaba a un mundo de fantasía y deseo al que sólo últimamente se dejaba arrastrar. ¿Cuántas noches, en la habitación de casa de sus padres había soñado precisamente con eso? Al principio no entendía que lo que sentía era simple y puro deseo. Durante mucho tiempo, cuando no sabía si iban o venían (por su culpa, claro), ni se había atrevido a mencionar que era lo que le faltaba y durante casi un año casi la había destruído. Volvía una y otra vez a aquel momento en el coche donde él se había despedido en la puerta de su casa y le había pedido que lo dejara olerla, que no permitiera que se marchara sin llevarse el recuerdo de su aroma. Ella le había dejado hacer y luego había huído despavorida del coche por la multitud de sensaciones que él despertaba en ella. Salió dando trompicones del coche, apunto de matarse con aquellos enormes tacones, sus zapatos rojos preferidos, borracha de amor y de deseo. Con el corazón palpitándole a mil por segundo porque él la había llamado su amor.
Can giró un poco la cara y beso la mano de ella que sostenía el peine.
-Mi reino por uno de tus pensamientos.
Sanem tardó en asimiliar que la voz que oía en medio de su ensoñación la requería de vuelta. Apoyó su frente sobre la de él y la nariz sobre la suya y soltó una carcajada.
-Mis pensamientos son míos, «rey malvado».
Besó sus labios de manera fugaz y, sin más dilación, se aplicó a la tarea de unificarle la barba.
Can la dejó hacer. Cuando hubo acabado, se pasó la mano por el mentón y se dio cuenta de que su barba estaba casi intacta pero ahora no percibía zonas más largas que otras, la sentía pareja.
-Buen trabajo, nena.
Sanem se apartó un paso para comprobar su trabajo. Dejó las tijeras sobre la mesa y sólo le mostró el peine.
-¿Puedo? -le dijo señalándole con él los cabellos.
-Puedes.
Can giró el sillón y se volvió hacia la ventana. Sanem se situó detrás de él y comenzó a desenredarle los cabellos. Nunca antes lo había hecho, él no se lo habría permitido.
Cuando acabó dejó el útil junto a las tijeras y le echó los brazos por el cuello apoyando su barbilla en la coronilla de él. Por su parte, Can subió las manos hasta sus antebrazos y los acarició. Fue a decir algo pero el teléfono de Sanem comenzó a sonar. ¡Cómo no!
Sanem retiró su brazo derecho y se tanteó el bolsillo de su vestido blanco hasta dar con el dichoso e inoportuno aparato.
-Es la clínica de maternidad -dijo Sanem dando un paso a su derecha para entrar en el campo de visión de Can mientras miraba la pantalla preocupada.
Can la miró, le arrebató el teléfono de la mano y contestó.
-Buenos días, Can Divit al teléfono -contestó con preocupación.
-Ah, hola, señor* Can -dijo una voz femenina al otro lado de la línea-. Disculpe que le moleste, estoy tratando de localizar a la señora Leyla Divit, pero no contesta nadie. A su hermano tampoco lo lacalizo.
-¿Ocurre algo? -preguntó Can haciéndole un gesto a Sanem para que se mantuviera tranquila. Sus hermosos ojos buscaban algún tipo de respuesta en los de él.
-No, no. Verá usted. La señora Leyla tiene cita con nosotros el miércoles, pero ha habido una cancelación de última hora y la llamaba por si le interesaría adelantar su cita.
-No creo que haya problema. Mi cuñada está aquí. Quiero decir que... le doy el recado, si tiene algo en la agenda ya nos encargamos de moverlo. ¿A qué hora?
Recibió respuesta de la auxiliar de la clínica y consultó el reloj que había en su mesilla.
-Allí estará, no se preocupe. Gracias.
Can colgó el aparato y se lo puso entre las manos a Sanem.
-Avisa a tu hermana y a Emre. Diles que han llamado desde la clínica, que ha habido una cancelación y que les esperan hoy. ¿Quieres que vayamos con ellos?
-¡Claro! ¡Sí! ¡Por supuesto! -exclamó la chica.
Can se levantó, se acercó a ella, le tomó el rostro entre las manos y la besó en la mejilla con uno de esos besos sonoros que tanto le gustaba darle.
-Ve a avisarla. En mi coche en diez minutos.
Sanem le devolvió el beso y salió en busca de Leyla.
Can se giró hacia el armario y cogió la primera camisa que pilló, una blanca. Fue hacia el baño y recogió sus colgantes. Volvió a la habitación, se calzó sus botas y abrió el primer cajón en busca de la bandana de Sanem. Se encontró el hueco. ¡Maldita sea! Se lo había dejado el día anterior del compromiso en el arcón del barco.
Cerró el cajón con prisas y recogió de la cómoda las llaves del coche y las piedras de luna que siempre llevaba. Las giró en su mano derecha un par de veces para sentir su energía y se las echó al bolsillo como era su costumbre.

El trayecto a la clínica se había hecho corto. Emre, sentado en el asiento del copiloto no dejaba de frotarse nerviosamente las manos y mirar por encima de su hombro a Leyla.
-Venga, hombre, todo irá bien -le dijo Sanem.
Emre la miró no sin cierta aprensión. Mientras Can buscaba un lugar donde aparcar, los tres descendieron y se dirigieron a la entrada de la clínica. Can tardó un buen rato en encontrar aparcamiento. Lo hizo al lado de un coche rojo con matrícula 34 TAD 3200.
Bajó con prisas y corrió hacia la clínica. Miró bien a derecha e izquierda antes de cruzar y entró en el edificio dando los buenos días a la chica que había en recepción. Fue mirando por las salas de espera hasta localizar a Sanem que se hallaba esperando. Al parecer Leyla ya estaba dentro. En la sala estaba además de ella una pareja. Se quedó mirando a la chica, estaba ojeando una revista y el hombre que estaba a su lado no dejaba de jugar con el móvil. Cuando -supuso- se dieron cuenta de su presencia, ambos levantaron al unísino la cabezas y se fijaron en él. Cruzó brevemente la mirada con la chica, ésta abrió los labios asombrada y sólo el hombre contestó a sus buenos días. Había algo que se le escapaba, ¿de qué le sonaba?
-¡Ah, Can, ya estás aquí! -dijo levantándose- Leyla está ya dentro, Emre está con ella.
Sanem notó la mirada de la otra pareja sobre ellos. El hombre, alto, de pelo moreno se retrepó en su asiento. La chica, claramente en avanzado estado de gestación, los miraba boquiabierta. Miraba la revista y los miraba a ellos. En un momento, ante el escrutinio de Can, ella se sonrojó levemente. Era una chica menuda y preciosa. Sus finos rasgos del color de la porcelana casi la convertían en un ser salido de una novela de fantasía. Muy élfica, salvo por las orejas, claro.
Can apartó los ojos de ella y se centró en Sanem olvidando al instante a la pareja.
-Todo estará bien, ya lo verás. La agarró de la mano y se sentaron.
(«Esa chica no para de miraros. Bueno, a decir verdad, no deja de mirarlo a él. ¿Le podrías sacar los ojos por las dos?»)
Can estalló en carcajadas.
-Lo siento -dijo hacia la pareja-. Deben de ser los nervios de la boda. Nos casamos en tres días.
(¿Por qué había dicho eso?)
No bien hubo acabado de decirlo, la chica miró a Sanem, giró la cabeza y pareció medirla con la vista. Nada pasó desapercibido a su buen ojo. La figura bajo ese vestido blanco engañaba. Se giró hacia el hombre que tenía a su izquierda. Le sonrió y le guiñó un ojo.
-Acabo de dar con la solución.
El hombre la miró, le echó el brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y la besó en la sien.
-Sabía que lo lograrías, cariño.

Leyla entró en ese momento. Emre llegaba detrás con una sonrisa en los labios.
-Viene sólo uno -dijo entre risas.
-¡Enhorabuena, Emre!
Sanem se levantó. Abrazó a su hermana y a su cuñado y éste le dijo algo al oído.
Cuando los cuatro se despidieron de la pareja y ya enfilaban por el pasillo de salida, Can le preguntó a Sanem qué le había dicho Emre.
Sanem lo miró, sonrió.
-Gracias. Sólo gracias.
Ninguno de los cuatro llegó a oír la voz que, por megafonía, llamaba a la siguiente paciente.

Tres días después.

La casa de los Aydin era un auténtico caos aquella mañana de finales de julio. Todo eran prisas. Can había vuelto a dormir en casa de Mihriban y pronto se encontrarían en los juzgados. Sanem tenía dispuesto un sencillo vestido color blanco roto que le llegaba por las rodillas. Su hermana se afanaba en hacerle un bonito recogido cuando pegaron a la puerta.
-¡Abre tú, papá! -gritó Leyla desde la habitación de Sanem-. ¡Nosotras no podemos y mamá está con Melihat!
Se escuchó a su padre bajar las escaleras. Leyla seguía afanándose en el cabello de su hermana intentando a base de mucho serum aplacar el desastre que le había hecho Melihat por los nervios. El aspecto de un cabello fino y sedoso parecía ya casi conseguido cuando su padre entró en la habitación con una enorme caja.
-¿Qué es eso, papá? -preguntó Leyla con varias horquillas en la boca.
-Lo han traído para tu hermana.
-Déjalo ahí -dijo Sanem- señalando la cama a su espalda.
Su padre depositó la gran caja sobre el colchón y se marchó cerrando la puerta.
Ambas hermanas se miraron a los ojos a través del espejo y no les hizo falta mucho más. Sanem casi saltó de la silla y ambas se precipitaron hacia la caja. Era un caja entrelarga del color del mármol de Carrara. En una de sus esquinas, las iniciales KM.
Sanem miró a Leyla y Leyla miró a Sanem. Con manos temblorosas, Sanem retiró la tapa y se encontró con un tocado de flores silvestres en tonos morados. Lo apartó a un lado y procedió a retirar el papel de seda que ocultaba lo que había en el interior, al hacerlo descubrieron un hermoso vestido de novia. Entre el escote una tarjeta.
Por el anverso sólo tres iniciales en la esquina inferior derecha: OAD
En el reverso...

«Me haría muy feliz si su nuevo marido colaborara conmigo en un proyecto al regreso de su Luna de Miel.
Disfrute del día de su boda.»

(¿Continuará?)

Erkenci Kuşحيث تعيش القصص. اكتشف الآن