Capítulo 9. Los secretos de Can

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Era noche aún cerrada cuando Can se despertó. Lo hizo lleno de una paz y calma interior, como hacía mucho tiempo que no se sentía y todo se debía a que aquella noche, realmente, había vuelto a su hogar. Volvía a estar completo; como no ocurría desde hacía mucho tiempo.
Se había quedado dormido en su regazo tras una intensa experiencia y su aroma, ese que le había sido esquivo durante tanto tiempo, ese que había sido inalcanzable para él, aquél que susurraba en el viento recuérdame, ahora llenaba sus fosas nasales con aquella fuerza irresistible e inolvidable.
Había merecido la pena el dolor sufrido, la amargura experimentada, el intento de olvido. Había recorrido medio mundo intentando olvidar. Olvidarse de que una vez había amado por primera vez. Olvidarse de que había pertenecido a otra persona, olvidarse de que, por breve tiempo, había sido un hombre feliz.
Había sido feliz viéndose reflejado en los tímidos ojos de gacela de Sanem y eso que, en los primeros tiempos, la chica le había sacado de sus casillas. Parecía no saber dónde poner el huevo. Le enviaba señales contradictorias, tantas que, por más que intentaba encontrarles la lógica... ésta era imposible.
¿Quién podría haber imaginado que, tras esos rechazos, estaban la culpa y la vergüenza de haberle seguido el juego a Emre y el sumo amor que se sentía realmente hacia él?
El haber pasado la noche con ella había sido como un milagro. El tacto de su cuerpo, el aroma que se filtraba a través de los poros de su piel, un aroma que le volvía loco desde siempre. Ella estaba hecha para él. Su cuerpo se adaptaba al suyo. Eran una segunda piel para el otro.
La experiencia de la noche anterior le había resultado más primitiva de lo que podría haber pensado o deseado. Siempre había esperado que la trataría con sumo mimo y delicadeza pero fue ver cómo respondía a sus caricias y perder el control. En todos los sentidos. Jamás había sentido tal conexión con otro ser humano. Ahora mismo, y tras haberse saciado de ella como un sediento en el desierto, seguía sintiendo la misma necesidad del principio.
Se movió con cuidado para no despertarla y la contempló en todo su esplendor. Estaba casi desnuda. Tan sólo llevaba el sujetador que le había vuelto loco la noche anterior y la cadena colgada al cuello con el anillo que él mismo había creado a partir de un trozo de su piedra lunar.
Lo había conservado. Sabía que no le había olvidado; pero, que hubiese mantenido ese anillo en especial con ella todo ese tiempo, tenía mucho más significado que cualquier otra muestra de amor que hubiera podido brindarle. Era un anillo con un significado muy especial para ambos. Sanem se merecía tener algo especial y no el típico diamante de varios quilates que cualquier hombre regalaría a la mujer que quería que fuese su esposa.
Can fijó la vista en el rostro femenino. El mismo rostro que le había perseguido durante un año mirándole con los ojos cuajados de lágrimas; ese rostro era el que estaba contemplando ahora. Se veía relajado. Los labios ocultaban una suerte de sonrisa que esperaba... estuviera relacionada con él y con lo ocurrido la noche anterior.
Acarició suavemente la mejilla con el dorso de un dedo y avanzó hasta la nariz, de allí bajó hacia la caricia del ángel y los labios llenos. Unos labios que no se cansaría jamás de besar. La caricia continuó hacia el mentón y allí se perdió. Una mujer no podía ser más bonita. Para él ninguna lo era.
Se levantó con cuidado y se puso los pantalones. Del sillón que había junto al ojo de buey, el que usaba para leer cuando el sueño le eludía, cogió una fina manta y cubrió el desnudo cuerpo de su chica. No pudo evitar apartarle un mechón de pelo que caía sobre su hombro desnudo. Volvió a mirarla. Dormida era una diosa. Todas las noches que habían compartido había terminado quedándose dormido viéndola cómo apaciblemente entraba en un sueño profundo.
No podía dejarla escapar de nuevo. Se frotó el puente de la nariz y se apartó de ella costándole toda una vida.
Abrió el tercer cajón de la mesita que había junto al catre con sumo cuidado y de allí sacó un par de prendas. Las dejó a los pies de la cama. Si ella despertaba, las necesitaría. Sonrió. Esperaba que ella recordase esa camiseta y esos pantalones. Cuando se marchó fue de lo primero que metió en el petate. Seguían oliendo a ella. Volvió a centrarse en el cajón abierto. Apartó otra de las camisetas que Sanem le había tomado prestada en el pasado y extrajo una caja de madera que allí tenía guardada.
Un sonido como de cascabeles atrajo su atención. La mano derecha de Sanem se había deslizado fuera de la cama y colgaba por el lateral. Temiendo que ese sonido la despertara si volvía a moverse, procedió a dejar la caja en el suelo y se dedicó a quitarle cada una de las cinco pulseras que lucía en su muñeca derecha, las dejó con cuidado de no hacer ruido sobre la mesita. Acarició los dedos de la muchacha y, con mucha delicadeza, retornó el brazo a su lugar.
No quería marcharse, no quería dejarla sola pero aquél era un camastro demasiado pequeño para los dos y quería que ella descansara.
Volvió a tomar la caja en sus manos y salió de la estancia no sin antes volverse a mirarla otra vez. Con cuidado cerró la puerta echando la llave. A saber qué amanecer tendría. No podía arriesgarse a que su impulsiva chica decidiese saltar por la borda y nadar hasta la bahía.
Sonrió. Sanem era imprevisible.
Miró que a bordo todo estuviera en orden. Repasó cordajes y comprobó el ancla y los paneles de navegación. Cuando constató que todo estaba bien se sentó ante lo que él llamaba su banco de trabajo. Encendió la luz para que iluminara el área. Abrió el cajón, eligió las herramientas que le iban a ser necesarias y abrió la caja. Era una simple caja de madera de cerezo con una S grabada pero en ella tenía guardados todos sus secretos.
El mayor de ellos era el cuaderno rosa quemado de Sanem. Lo mantenía envuelto en plástico film. Estaba destrozado. La gran mayoría de las páginas apenas si se mantenían pegadas al lomo, muchas de ellas eran ilegibles por completo, en otras solo eran legibles algunas palabras sin sentido real porque las frases estaban cortadas. Paseó los dedos por ese plástico que mantenía embalado el mayor de sus tesoros y cogió, de las dos bolsas de seda que había al lado, la de mayor tamaño. La más pequeña la reservó, lo que había dentro, ya tendría su momento de ver la luz.
Colocó un paño sobre la mesa de trabajo, abrió la bolsa y volcó el contenido.
Se quitó una de las cadenas que llevaba al cuello, quitó de ella el medallón y comenzó a trabajar con los dijes que había acumulado durante todos sus viajes y eslabones de la cadena. Cada una de las piezas que iba engarzando en la cadena tenía un significado muy especial. Algún día, Sanem, los sabría todos.
Colocó la estrella de mar, el ala de ángel, la estrella de cinco puntas, el ojo de Nazar, la paloma, el albatros, la llave, el timón... Sonrió cuando le llegó el turno a la tortuga. Entre uno y otro iban enlazando alguna pluma o borlón de colores y, cuando le llegó el turno a la mini bobina de hilo rojo tuvo especial cuidado.
Ese charm en concreto tenía un significado demasiado especial: simbolizaba el hilo de conexión invisible de las personas que están destinadas a conocerse, a encontrarse, a pertenecerse. No podía haber en el mundo dos personas tan conectadas como ellos. Se habían perdido el uno al otro y el destino (o su propia cabezonería) les había vuelto a reunir.
El alba le sorprendió engarzando en la cadena el último de los dijes, el único que realmente había hecho él y no había comprado. Se había inspirado en el símbolo del ying y el yang y había creado un pequeño aro de metal con dos pequeños trozos de piedra lunar enfrentados. Uno era blanco y reluciente el otro de un tono verde tan oscuro que parecía negro.
No había terminado de ajustar el dije cuando un fuerte golpe procedente del camarote le sacó de su ensimismamiento.
Se guardó la cadena-pulsera en el bolsillo del pantalón y, literalmente, voló hacia donde procedía el ruido.
Con manos temblorosas giró la llave de la cerradura y abrió con apremio la puerta. Su vista fue directa hacia la joven. Estaba tirada en el suelo.
Corrió hacia ella y la levantó en sus brazos. Salió del camarote y la depositó sobre uno de los bancos acolchados de cubierta.
-Sanem... -Le acarició el cabello mientras intentaba despertarla-. Sanem.
La chica abrió los ojos y le miró. Sus miradas quedaron prendidas la una en la otra. Los rostros tan cercanos que ni la brisa podía flotar entre ellos.
En los labios de Sanem afloró una sonrisa tan amplia que hubiera iluminado la noche más aciaga.
Sanem recordó todas y cada una de las palabras que había leído en el Cuaderno de Bitácora de Can, posó la mano sobre el albatros tatuado y habló.
-Eres mío, Can Divit.

(¿Continuará?)

Erkenci KuşWhere stories live. Discover now