Capítulo 22

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Me encuentro en un familiar salón de clases, repleto de afiches y carteles sobre el cuerpo humano. Un enorme esqueleto se encuentra al frente, cerca de la pizarra. Cuatro niños al lado de la ventana llaman mi atención, están junto al terrario de una serpiente. Enseguida reconozco la cabellera negra que se balancea de un lado a otro: soy yo, esa pequeña versión de mí. Estoy riéndome de algo, soltando carcajadas aterradoras. Mi corazón late aceleradamente mientras me acerco, cada paso que doy es temeroso, con miedo de averiguar qué encontraré. 

Me quedo petrificado al verme. 

No debo tener más de diez años, pero la mirada oscura en mis ojos no debería pertenecer a un niño. Hay malicia, odio y repudio en mi rostro aniñado. La visión consigue helarme la sangre. Los demás pequeños están rodando al Dominik de mi pasado, expectantes y divertidos. Pero uno de ellos no se divierte, uno de ellos está aterrado, con su cuerpecito temblando y los ojos vidriosos: Aaron. 

Los motivos de su miedo son dolorosamente evidentes: lo tienen agarrado de ambos brazos, impidiéndole moverse. En su mirada hay una súplica silenciosa dirigida hacia mí, pero mi yo pequeño no siente piedad mientras se acerca a él con una serpiente enorme entre sus manos. El reptil se muestra violento, enojado, aun así no parezco para nada asustado. 

—N-no, por favor —susurra, lágrimas derramándose de su rostro. 

—Eres un bebé llorón —se burla el pelinegro, parado frente a él—. Escúchame bien, perdedor. Ahora mis amigos van a soltarte, y tú te quedarás quieto, sin mover un solo cabello —demanda, su voz tan cruel que me cuesta creer que soy yo—. Si me desobedeces... ya sabes lo que te haré. 

Los niños dejaron libre al rubio, quien baja la vista al suelo, mordiendo con fuerza su labio inferior. La malvada versión de mí ni siquiera deja que respire, corta la distancia entre ellos y coloca a la peligrosa criatura encima de sus hombros caídos. Aaron se encoge en su lugar, su cuerpo da pequeños espasmos debido a la tensión que le obligo pasar. La serpiente sisea asustando a todos, menos a mí. Ella comienza a moverse lentamente por su cuello, y todos los niños se ríen de algo que no logro entender. Observo mejor al rubio, abro los ojos con sorpresa, dándome cuenta del motivo de sus risas. Un nudo se me forma en la garganta, haciéndome sentir miserable. 

Él se acaba de orinar en los pantalones. 

Puedo ver en su rostro la humillación que siente, la vergüenza, el asco a sí mismo. Quiero acercarme a él y protegerlo, alejarlo de todos, pero nadie me ve. Es un recuerdo, uno tan desgarrador que solo aumenta mi desesperación. 

—¡Se meó encima! —grita uno de los niños, mucho más robusto y grande que los demás. El maldito mocoso seguramente les gana en edad—. ¡Qué asco!

—Es un marica meón —escupe el pelinegro, riéndose frenéticamente—. Cómo desearía que Megara fuera venenosa, así te mordería y su veneno iría matándote poco a poco. 

Estira su brazo hacia Aaron, tomando sus mejillas con brusquedad, levanta su barbilla para obligarlo a mantener su mirada fija en él.

—¡D-Detente! —solloza rompiéndose—. P-Podría lastimarme, quítala... Por favor.

Esos vacíos ojos se llenan de ira, un escalofrío de mal presentimiento recorre mi cuerpo. 

—Chicos, ya saben qué hacer —dice mirando a los otros niños. 

Ellos reaccionan enseguida, acercándose al rubio. Empiezan a molestar a la pobre serpiente tirando de su cola, logrando ponerla furiosa y haciendo que Aaron llore más fuerte. Ella, en su ira ciega, le muerde el hombro con brusquedad. El pequeño grita de dolor, se le hace imposible quedarse quieto y mueve su cuerpo hasta que la criatura atacante cae al suelo. 

Odio Profundo |BL| ©Where stories live. Discover now