Capítulo VIII

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El alba empieza a entrar por las ventanas, y el Capitolio tiene un aire brumoso y encantado. Me duele la cabeza y me parece que me he mordido el interior de la mejilla por la noche; lo compruebo con la lengua y noto el sabor a sangre.

Salgo de la cama poco a poco y me meto en la ducha, donde pulso botones al azar en el panel de control y termino dando saltitos para soportar los chorros alternos de agua helada y agua abrasadora que me atacan.

Después me cae una avalancha de espuma con olor a limón que al final tengo que rasparme del cuerpo con un cepillo de cerdas duras. En fin, al menos me ha puesto la circulación en marcha. Después de secarme e hidratarme con crema, encuentro un traje que me han
dejado delante del armario: pantalones negros ajustados, una túnica de manga larga color burdeos y zapatos de cuero. Me recojo el pelo en una trenza. Es la primera vez, desde la mañana de la cosecha, que me parezco a mí misma: nada de peinados y ropa elegantes, nada de capas en llamas, sólo yo, con el aspecto que tendría si fuera al bosque.

Eso me calma.

Haymitch no nos había dado una hora exacta para desayunar y nadie me había
llamado, pero tengo tanta hambre que me dirijo al comedor esperando encontrar comida. Lo que encuentro no me decepciona: aunque la mesa principal está vacía, en una larga mesa de un lateral hay al menos veinte platos. Un joven, un avox, espera instrucciones junto al banquete.

Cuando le pregunto si puedo servirme yo misma, asiente. Me preparo un plato con huevos, salchichas, pasteles cubiertos de confitura de naranja y rodajas de melón morado claro.

Mientras me atiborro, observo la salida del sol sobre el Capitolio. Me sirvo un segundo plato de cereales calientes cubiertos de estofado de ternera. Finalmente, lleno uno de los platos con panecillos y me siento en la mesa, donde me dedico a cortarlos en trocitos y mojarlos en el chocolate caliente, como había hecho Peeta en el tren.

Empiezo a pensar en mi madre y mi padre; ya estarán levantados. Mi madre preparara el desayuno de gachas y mi padre sacaria a Max para sus necesidades. Hace tan sólo dos mañanas, yo estaba en casa. ¿Dos? Sí, sólo dos.

Ahora la casa me parece vacía, incluso desde tan lejos. ¿Qué dijeron anoche sobre mi fogoso debut en los juegos? ¿Les dio esperanzas o se asustaron más al ver la realidad de aquellos veinticuatro tributos juntos, sabiendo que sólo uno podría sobrevivir?

Haymitch y Peeta entran en el comedor y me dan los buenos días, para después
pasar a llenarse los platos. Me sorprende que Peeta lleve exactamente la misma ropa que yo; tengo que comentarle algo a Cinna, porque este juego de los gemelos nos va a estallar en la cara cuando empiece la competición; seguro que lo saben.

Entonces recuerdo que Haymitch me dijo que hiciera todo lo que me ordenasen los estilistas. De haber sido otra persona y no Cinna, habría sentido la tentación de no hacerle caso, pero después del triunfo de anoche no tengo mucho que criticar. El entrenamiento me pone nerviosa. Hay tres días para que todos los tributos practiquen juntos.

La última tarde tendremos la oportunidad de actuar en privado delante de los Vigilantes de los juegos. La idea de encontrarme cara a cara con los demás tributos me revuelve las tripas; empiezo a darle vueltas al panecillo que acabo de coger de la cesta, pero se me ha quitado el apetito.

Después de comerse varios platos de estofado, Haymitch suspira, satisfecho, saca una petaca del bolsillo, le da un buen trago y apoya los codos en la mesa.

—Bueno, vayamos al asunto: el entrenamiento. En primer lugar, si quieren, pueden entrenaros por separado. Decidido ahora.

—¿Por qué íbamos a querer hacerlo por separado? —pregunto.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora