XXIV

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—Recuerda lo que nos dijo Cinna —le dice Venia, en plan valiente. Octavia asiente y se va, sollozando.

Peeta tiene que volver a su cuarto para la preparación, y yo me quedo sola con Venia y Flavius. Se acabó la charla de siempre. De hecho, apenas hablan, salvo para levantarme la barbilla o comentar una técnica de maquillaje.

Ya casi es la hora de comer cuando noto algo que me gotea en el hombro y, al volverme, veo a Flavius cortándome el pelo con lágrimas silenciosas en los ojos. Venia le lanza una mirada, y él deja con cuidado las tijerasen la mesa y se va.

Así que me quedo a solas con Venia, cuya piel está tan pálida que los tatuajes parecen saltar de ella. Se mantiene rígida y decidida para peinarme, hacerme las uñas y el maquillaje, moviendo los dedos a toda velocidad en compensación por la falta de sus compañeros. Evita mirarme a los ojos en todo momento.

Sólo cuando aparece Cinna para dar su aprobación y decirle que puede irse, Venia me toma las manos, me mira a los ojos y dice:

—Todos queríamos que supieras que ha sido un... privilegio estar aquí para ponerte lo más guapa posible.

Después sale corriendo de la habitación.

Mi equipo de preparación, mis mascotas tontas, superficiales y cariñosas, con su obsesión por las plumas y las fiestas, están a punto de romperme el corazón con su despedida. Por las últimas palabras de Venia queda claro que todos saben que no regresaré.

«¿Lo sabe todo el mundo?», me pregunto. Miro a Cinna: lo sabe, sin duda. Pero, como me prometió, él no me llorará.

—Bueno, ¿qué llevaré esta noche? —pregunto, mirando la bolsa en la que guarda mi traje.

—El presidente Snow en persona lo ha decidido —dice Cinna. Baja la cremallera de la bolsa y deja al descubierto uno de los vestidos de novia que me probé para la sesión de fotos. Pesada seda blanca con mucho escote, cintura de avispa y mangas que caen desde las muñecas hasta el suelo. Y perlas, perlas por todas partes; están cosidas al vestido y en tiras que me recorren el cuello y forman la corona para el velo—. Aunque anunciaron el Vasallaje de los Veinticinco la noche de la sesión de fotos, la gente siguió votando por su vestido favorito, y ganó éste. El presidente dice que lo tienes que llevar esta noche. No hizo caso de nuestras objeciones.

Acaricio un trozo de seda entre los dedos, intentando entender el razonamiento del presidente. Supongo que, dada la magnitud de mi delito, quiere que todos vean mi dolor, pérdida y humillación a la luz de los focos. Cree que así quedará claro. Es tan bárbaro que el presidente convierta mi vestido de novia en una mortaja que el golpe da en el blanco y me hace sentir un dolor sordo en el cuerpo.

—Bueno, sería una pena malgastar un vestido tan bonito —respondo.

Cinna me ayuda a ponérmelo. Al encajarlo en los hombros, no puedo evitar que me protesten.

—¿Siempre ha sido tan pesado? — pregunto, porque recuerdo que varios vestidos eran recios, pero éste parece pesar una tonelada

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—¿Siempre ha sido tan pesado? — pregunto, porque recuerdo que varios vestidos eran recios, pero éste parece pesar una tonelada.

—He tenido que hacerle algunas modificaciones por la iluminación y bueno, tu estado, he notado que ya es imposible esconderlo— dice Cinna.

Asiento, es algo que hoy el capitolio se enterara. Me sube a los tacones, y me coloca lasjoyas de perlas y el velo. Retoca el maquillaje. Me hace andar.

—Estás arrebatadora —afirma—. Y ahora, _____, como este corpiño es muy ajustado, no quiero que levantes los brazos por encima de la cabeza. Bueno, al menos, no hasta que gires.

—¿Voy a tener que girar de nuevo? —pregunto, pensando en el vestido del año pasado.

—Seguro que Caesar te lo pide y, si no lo hace, sugiérelo tú misma, pero no al principio. Resérvalo para el gran final.

—Hazme una señal para que sepa cuándo hacerlo.

—De acuerdo. ¿Algún plan para la entrevista? Sé que Haymitch lo hadejado en sus manos.

—No, este año lo haré como salga. Lo gracioso es que no estoy nerviosa. Y daremos la noticia. —Y es verdad. Por mucho que me odie el presidente Snow, la audienciadel Capitolio es mía.

Nos reunimos con Effie, Haymitch, Portia y Peeta en el ascensor. Peeta lleva un elegante esmoquin con guantes blancos, como los que llevan los novios aquí, en el Capitolio.

En casa todo es mucho más sencillo. La mujer suele alquilar un vestido blanco que ya se ha usado cientos de veces. El hombre se pone algo limpio que no sea un mono de minero. Rellenan algunos formularios en el Edificio de Justicia y se les asigna una casa. La familia y los amigos se reúnen para comer o para tomar un trozo de tarta, si pueden permitírselo. Aunque no hayacomida, siempre cantamos una canción tradicional cuando la nueva pareja atraviesa el umbral de su hogar, y tenemos una pequeña ceremonia cuando encienden por primera vez la chimenea, tostan pan y lo comparten.

Quizá sea algo anticuado, pero nadie se siente realmente casado en el Distrito 12 hasta brindarse mutuamente el pan.

Los demás tributos, que ya están reunidos detrás del escenario y hablan en voz baja, guardan silencio cuando llegamos Peeta y yo. Me doy cuenta de que todos miran con odio mivestido de novia. ¿Están celosos por su belleza? ¿Porque pueda manipular a la multitud?
Finalmente, Finnick dice:

—No puedo creer que Cinna te haya puesto eso.

—No tuvo elección, el presidente Snow le obligó —respondo, a la defensiva. No permitiré que nadie critique a Cinna.

Peeta me toma de la mano, entrelazando nuestros dedos y mirando a Finnick con el seño fruncido.

Cashmere se echa sus rizos rubios atrás y suelta:

—¡Qué aspecto más ridículo! — Después agarra a su hermano y lo empuja para ocupar su lugar en nuestro desfile al escenario.

Los demás se ponen también en fila. Me siento desconcertada, porque todos están enfadados, pero algunos nos dan palmaditas en el hombro, y Johanna Mason se detiene para enderezarme el collar de perlas.

—Házselo pagar, ¿Okey? —me dice.

Asiento, aunque no sé a qué se refiere... hasta que estamos todos sentados en el escenario y Caesar Flickerman, con el pelo y la cara pintados de lavanda, da su discurso de apertura y los tributos empiezan con las entrevistas. Es la primera vez que soy consciente de lo traicionados que se sienten los vencedores y de la ira que acompaña a la traición. Sin embargo, son muy listos, increíblemente listos, y logran que todo se vuelva en contra del Gobierno y el presidente Snow.

Cashmere pone la pelota en juego con un discurso en el que cuenta que no puede dejar de llorar cuando piensa en lo mucho que estará sufriendo la gente del Capitolio por tener que perdernos. Gloss recuerda la amabilidad que le han demostrado todos aquí tanto a él como a su hermana. Beetee se cuestiona la legalidad del vasallaje a su manera nerviosa, preguntándose si los expertos lo han examinado bien últimamente. Finnick recita un poema que escribió para su verdadero amor en el Capitolio, y unas cien personas se desmayan, seguras de que se refiere a ellas. Cuando sale Johanna Mason, pregunta si no se puede hacer algo para resolver la situación; seguro que los creadores del Vasallaje de los Veinticinco nunca esperaron que se crease tal vínculo de amor entre los vencedores y el Capitolio; nadie puede ser tan cruel como para romperlo. Seeder medita tranquilamente sobre cómo los habitantes del Distrito 11 suponen que el presidente Snow es todopoderoso.

Así que, si es todopoderoso, ¿por qué no cambia el vasallaje? Y Chaff, que sale justo después, insiste en que el presidente podría cambiar el vasallaje si quisiera, pero que debe de pensar que a nadie le importa mucho.

Cuando me presentan, la audiencia está destrozada.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora