Capítulo XIII

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Mi primer impulso es bajar corriendo del árbol, pero estoy atada con el cinturón.

Consigo soltar la hebilla de algún modo y caigo al suelo, todavía envuelta en mi saco de dormir.

No hay tiempo para empaquetar nada.

Por suerte, ya tengo la mochila y la botella dentro del saco, así que meto el cinturón, me cuelgo el saco al hombro y huyo.

El mundo se ha transformado en un infierno de llamas y humo.

Las ramas ardiendo caen de los árboles convertidas en lluvias de chispas a mis pies. No puedo hacer más que seguir a los otros, a los conejos y ciervos, e incluso a una jauría de perros salvajes que corren por el bosque.

Confío en su dirección porque sus instintos están más desarrollados que los míos. Sin embargo, ellos son mucho más rápidos, vuelan por el bosque con gran agilidad, mientras que mis botas no dejan de tropezar con raíces y ramas caídas, y no puedo seguir su ritmo de ninguna manera.

El calor es horrible, pero lo peor es el humo que amenaza con ahogarme en
cualquier momento. Me subo la camisa para taparme la nariz y me alegro de que esté mojada de sudor, ya que eso me ofrece una pequeña protección. Y sigo corriendo, ahogándome, con el saco dándome botes en la espalda y la cara llena de cortes por las ramas que se materializan delante de mí sin avisar, surgidas de la niebla gris, porque se supone que tengo que correr.

Esto no ha sido una hoguera que se le haya descontrolado a un tributo, ni tampoco un suceso accidental; las llamas que me acechan tienen una altura antinatural, una uniformidad que las delata como artificiales, creadas por humanos, creadas por los Vigilantes.

Hoy ha estado todo demasiado tranquilo; no ha habido muertes y quizá ni siquiera peleas, así que la audiencia del Capitolio empezaba a aletargarse y a comentar que estos juegos resultaban casi aburridos.

Y los Juegos del Hambre no pueden ser aburridos. Es fácil entender la motivación de los Vigilantes.

Hay una manada de profesionales y después estamos los demás, seguramente repartidos a lo largo y ancho del estadio.

Este incendio está diseñado para juntarnos, para que nos encontremos. Aunque puede que no sea el dispositivo más original que haya visto, es muy, muy eficaz.

Salto por encima de un tronco ardiendo, pero no salto lo suficiente; la parte de
atrás de la chaqueta se quema, y tengo que detenerme para quitármela y apagar las llamas.

Sin embargo, no me atrevo a abandonar la chaqueta, aunque esté achicharrada y caliente; me arriesgo a meterla en el saco de dormir, esperando que la falta de aire termine de extinguir el fuego.

Lo que llevo en la mochila es lo único que tengo, y ya es bastante poco para sobrevivir.

En cuestión de minutos noto la garganta y la nariz ardiendo. Las toses empiezan
poco después, y me da la impresión de que se me fríen los pulmones.

La incomodidad se convierte en angustia, hasta que cada vez que respiro noto una puñalada de dolor que me atraviesa el pecho.

Consigo refugiarme debajo de un saliente rocoso justo cuando empiezan los vómitos, y pierdo mi escasa cena y todo lo demás que me quedase en el estómago.

Me pongo a cuatro patas y sigo con las arcadas hasta que no hay nada más que echar. Sé que tengo que seguir moviéndome, pero estoy temblando y mareada, jadeando por la falta de aire.

Me permito tomar una gota de agua para enjuagarme la boca y escupir, y después le doy un par de tragos más a la botella.

Tienes un minuto —me digo—. Un minuto para descansar. Me tomo ese tiempo para reordenar mis provisiones, enrollar el saco y meter todo a lo bruto en la mochila.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora