Capitulo XVIII

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El impacto con la dura tierra de la llanura me deja sin aliento, y la mochila no hace mucho por suavizar el golpe.

Por suerte, el carcaj se me ha quedado colgado del codo, por lo que se libran tanto él como mi hombro; además, no he soltado el arco.

El suelo sigue temblando por los estallidos, pero no los oigo, en estos momentos no oigo nada. Las manzanas deben de haber activado las minas suficientes y los escombros están disparando las demás. Consigo protegerme la cara con los brazos de una lluvia de trocitos de materia, algunos ardiendo. Un humo acre lo llena todo, lo que no resulta muy adecuado para alguien que intenta recuperar la respiración.

Al cabo de un minuto, el suelo deja de vibrar, ruedo por el suelo y me permito un momento de satisfacción ante las ruinas ardientes de lo que antes fuera la pirámide. Los profesionales no van a conseguir salvar nada.

Será mejor que salga de aquí, seguro que vienen corriendo, como animales.

Sin embargo, al ponerme de pie, me doy cuenta de que escapar no va a ser tan
fácil. Estoy mareada, no sólo algo tambaleante, sino con un mareo de esos que hacen que los árboles te den vueltas alrededor y la tierra se mueva bajo los pies.

Doy unos pasos y, de algún modo, acabo a cuatro patas. Espero unos minutos a que se me pase, pero no se me pasa.

Empieza a entrarme el pánico. No debo quedarme aquí, la huida resulta indispensable, pero no puedo ni andar, ni oír. Me llevo una mano a la oreja izquierda, la que estaba vuelta hacia la explosión, y veo que se mancha de sangre.

¿Me he quedado sorda? La idea me asusta porque, como cazadora, confío en mis oídos tanto como en mis ojos, quizá más algunas veces.

En cualquier caso, no dejaré que se me note el miedo; estoy completa y absolutamente segura de que me están sacando en directo en todas las pantallas de televisión de Panem.

Nada de rastros de sangre, me digo, y consigo echarme la capucha y atarme el
cordón bajo la barbilla con unos dedos que no se puede decir que ayuden mucho. Eso servirá para absorber un poco de sangre. No puedo caminar, pero ¿puedo arrastrarme? Intento avanzar; sí, si voy muy despacio, puedo arrastrarme.

Casi todas las zonas del bosque resultarían insuficientes para ocultarme. Mi única esperanza es llegar al bosquecillo de Rue y ocultarme entre la vegetación. Si me quedo aquí, a cuatro patas, en campo abierto, no sólo me matarán, sino que Cato se asegurará de que sea una muerte lenta y dolorosa.

La mera idea de que mi madre lo vea todo hace que me dirija centímetro a centímetro, a mi escondite.

Otro estallido me hace caer de boca al piso; una mina alejada que se habrá disparado al caerle encima una caja.

Pasa otras dos veces más, lo que me recuerda a los últimos granos que saltan cuando mi padre y yo hacemos palomitas en la chimenea.

Decir que lo consigo en el último momento es decir poco: justo cuando llego a rastras hasta el enredo de arbustos al pie de los árboles, aparece Cato en el llano, seguido de sus compañeros.

Su rabia es tan exagerada que podría resultar cómica (así que es cierto que la gente se tira de los pelos y golpea el suelo con los puños...), si no supiera que iba dirigida a mí, a lo que le he hecho.

Si a ello le añadimos que estoy cerca y que no soy capaz de salir corriendo, ni de defenderme, lo cierto es que estoy aterrada. Me alegro de que mi escondite no permita a las cámaras verme de cerca, porque estoy mordiéndome las uñas como loca, arrancándome los últimos trocitos de esmalte para que no me castañeteen los dientes.

El chico del Distrito 3 ha estado tirando piedras al destrozo y debe de haber
concluido que se han activado todas las minas, porque los profesionales se acercan.

Mi salvación -Peeta MellarkOnde histórias criam vida. Descubra agora