VIII

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El aerodeslizador desciende rápidamente en espiral sobre una ancha carretera a las afueras del 8.

Casi de inmediato se abren las puertas, se colocan las escaleras y nos escupen al asfalto. En cuanto desembarca la última persona, el dispositivo se pliega, y la nave asciende y desaparece.

Me quedo con una guardia personal compuesta por Gale, Boggs y otros dos soldados. El equipo de televisión consiste en un par de robustos cámaras del Capitolio con pesadas máquinas móviles que rodean sus cuerpos y los hacen parecer insectos, una directora llamada Cressida que se ha afeitado la cabeza (tatuada con vides verdes) y su ayudante, Messalla, un joven delgado con varios pares de pendientes. Tras una observación más atenta descubro que también tiene un agujero en la lengua, que adorna con una bola plateada del tamaño de una canica.

Boggs nos saca de la carretera a toda prisa y nos lleva hacia una fila de almacenes, mientras un segundo aerodeslizador se acerca para aterrizar.
En él hay suministros médicos y una tripulación de seis médicos, a juzgar por sus inconfundibles uniformes blancos. Todos seguimos a Boggs por un callejón que avanza entre dos sosos almacenes grises. Lo único que adorna las maltrechas paredes metálicas son las escaleras de acceso al tejado. Cuando llegamos a la calle, es como si hubiéramos entrado en otro mundo.

Están trayendo a los heridos del bombardeo de esta mañana en camillas caseras, carretillas, carros, sobre los hombros y en brazos; sangrando, mutilados e inconscientes. Los lleva una gente desesperada a un almacén en el que han pintado una torpe hache sobre la puerta. Es una escena sacada de mi antigua
cocina, con mi madre tratando a los moribundos, sólo que multiplicado por diez, por cincuenta, por
cien. Me esperaba edificios bombardeados, pero me veo frente a cuerpos humanos rotos.

¿Aquí es donde piensan grabarme? Me vuelvo hacia Boggs.

—Esto no va a funcionar —le digo—. Aquí no sirvo de nada.

Debe de verme el pánico en los ojos, porque se detiene un momento y me pone las manos en los hombros.

—Sí que servirás, deja que te vean. Eso les hará más bien que todos los médicos del mundo.

La mujer que dirige la entrada de los nuevos pacientes nos ve, tarda un momento en reaccionar y se acerca. Sus ojos castaño oscuro están hinchados por la fatiga, y huele a metal y sudor. Tendría que
haberse cambiado la venda del cuello hace unos tres días. La correa de la que cuelga el arma automática que lleva a la espalda se le clava en el cuello, así que la mueve para cambiarla de posición.

Hace un gesto brusco con el pulgar para ordenar a los médicos que entren en el almacén. Ellos obedecen sin rechistar.

—Ésta es la comandante Paylor, del 8 —dice Boggs—. Comandante, ésta es la soldado ______ Avery.

Parece joven para ser comandante, treinta y pocos, pero su voz tiene un tono autoritario que deja claro
que no la nombraron por accidente. A su lado, con mi reluciente traje nuevo, cepilladita y limpia, me
siento como un pollito recién salido del cascarón, sin experiencia y aprendiendo a moverme por el mundo.

—Sí, sé quién es —dice Paylor—. Entonces, estás viva. No estábamos seguros.

¿Me lo imagino o hay un deje de acusación en su voz?

—Todavía no lo tengo muy claro —respondo.

—Ha estado recuperándose —explica Boggs, dándose unos golpecitos en la cabeza—. Conmoción cerebral —añade, y baja la voz—. Recuperación de su embarazo. Pero ha insistido en venir para ver a sus heridos.

—Bueno, de ésos tenemos muchos —responde Paylor.

—¿Crees que es buena idea reunirlos a todos ahí? —pregunta Gale, frunciendo el ceño.

Mi salvación -Peeta MellarkUnde poveștirile trăiesc. Descoperă acum