VII

69 10 0
                                    

La conmoción que sufrí ayer al oír la voz de Haymitch, al saber que no sólo volvía a estar en forma, sino que además volvía a ejercer algún control sobre mi vida, me puso furiosa. Dejé el estudio de inmediato y hoy me he negado a hacer caso de sus comentarios desde la cabina. Aun así, supe inmediatamente que estaba en lo cierto sobre mi actuación.

Ha tardado toda la mañana en convencer a los demás de mis limitaciones, de que no soy capaz de hacerlo, de que no puedo plantarme en un estudio de televisión con un disfraz, maquillaje y una nube de humo falso, y arengar a los distritos a la victoria. La verdad es que resulta sorprendente que haya sobrevivido tanto tiempo a las cámaras.

El mérito, por supuesto, es de Peeta. Sola no puedo ser el Sinsajo.

Nos reunimos en torno a la enorme mesa de Mando: Coin y los suyos; Plutarch, Fulvia y mi equipo de preparación; un grupo del 12 en el que están Haymitch y Gale, aunque también otros tantos que me sorprenden, como Leevy y Sae la Grasienta. En el último momento aparece Finnick empujando la silla
de Beetee, acompañados por Dalton, el experto en ganado del 10. Supongo que Coin ha reunido a esta
extraña selección para que sea testigo de mi fracaso.

Sin embargo, es Haymitch el que da la bienvenida a todos, y por sus palabras entiendo que han venido
porque él los ha invitado. Es la primera vez que estamos en una habitación juntos desde que le arañé la cara. Evito mirarlo a los ojos, aunque veo su reflejo en uno de los relucientes cuadros de control que cubren las paredes: está algo amarillo y ha perdido mucho peso, así que es como si hubiera encogido.

Durante un segundo temo que se esté muriendo; tengo que recordarme que no me importa. Lo primero que hace Haymitch es enseñar la grabación que acabamos de hacer. Creo que he alcanzado
un nuevo mínimo bajo las órdenes de Plutarch y Fulvia, porque tanto mi voz como mi cuerpo están
como descoyuntados, van a saltos, igual que una marioneta a la que manipulan fuerzas invisibles.

—De acuerdo —dice Haymitch cuando acaba—¿Alguien está dispuesto a afirmar que esto nos va a
servir para ganar la guerra? —Nadie lo hace—. Eso nos ahorra tiempo. Bueno, vamos a guardar silencio un minuto. Quiero que todos piensen en un incidente en el que _____ Avery los conmoviera. No cuando envidiaban su peinado, ni cuando su vestido ardió, ni cuando disparó medio bien con un arco. No cuando Peeta hacía que les gustara. Quiero oír un momento en el que ella en persona les hiciera sentir algo real.

El silencio se alarga y empiezo a pensar que no acabará nunca, hasta que habla Leevy:

—Cuando se ofreció voluntaria para ocupar el lugar de Prim en la cosecha. Porque estoy seguro de que pensaba que iba a morir.

—Bien, un ejemplo excelente —dice Haymitch; agarra un rotulador morado y se pone a escribir en un cuaderno—. Voluntaria en lugar de una niña en la cosecha. —Mira a su alrededor y añade—: Otro.

Me sorprende que el siguiente sea Boggs, a quien había tomado por un robot musculoso que hacía
cumplir la voluntad de Coin:

—Cuando cantó la canción. Mientras la niña moría.

En algún lugar de mi cerebro aparece la imagen de Boggs con un niño apoyado en sus caderas. Creo que en el comedor. Puede que no sea un robot, al fin y al cabo.

—A quién no se le partió el corazón con eso,¿verdad? —comenta Haymitch mientras lo escribe.

—Yo lloré cuando drogó a Peeta para poder ir a por su medicina ¡y cuando le dio un beso de despedida! —suelta Octavia; después se tapa la boca, como si de repente se diera cuenta de que había cometido un error.

Pero Haymitch se limita a asentir y dice:

—Ah, sí: droga a Peeta para salvarle la vida. Muy bonito.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora