XIX

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A diferencia del año pasado, en el que todos los tributos estaban prácticamente pegados a sus carros, esta escena es muy social.

Los vencedores, tanto los tributos de este año como sus mentores, se mezclan en grupitos y hablan. Por supuesto, todos se conocen, mientras que yo no conozco a nadie. No soy el tipo de persona que va por ahí presentándose, así que acaricio el cuello de uno de mis caballos e intento pasar desapercibida.

No funciona.

Oigo el crujido antes de saber que está a mi lado y, cuando vuelvo la cabeza, los famosos ojos verde mar de Finnick Odair están a pocos centímetros de los míos. Se mete un azucarillo en la boca y se apoya en mi caballo.

—Hola, ______ —dice, como si nos conociésemos desde hace años, cuando lo cierto es que no nos habíamos visto nunca.

—Hola, Finnick —respondo, igual de tranquila, aunque me siento incómoda teniéndolo tan cerca, sobre todo con la cantidad de piel que lleva al aire.

—¿Quieres un azucarillo? — pregunta, ofreciéndome la mano, que está llena de ellos—. Se supone que son para los caballos, pero ¿a quién le importa? Tienen muchos años para comer azúcar, mientras que tú y yo... Bueno, si vemos algo dulce, lo mejor es aprovecharlo.

Finnick Odair es una especie de leyenda viva en Panem. Como ganó los Sexagésimo Quintos Juegos del Hambre con catorce años, sigue siendo uno de los vencedores más jóvenes. Al ser del Distrito 4, era un profesional, así que la suerte sí estaba de su parte, aunque ningún entrenador puede alardear de haberle dado su extraordinaria belleza: alto, atlético, con piel dorada, cabello color bronce y esos ojos tan increíbles. Mientras los demás tributos de aquel año apenas conseguían que les regalasen un puñado de cereales o algunas cerillas, a Finnick nunca le faltaba nada, ni comida, ni medicinas, ni armas. Sus competidores tardaron una semana en darse cuenta de que tenían que matarlo a él, pero era demasiado tarde y Finnick ya dominaba las lanzas y cuchillos que había encontrado en la Cornucopia. Cuando recibió un paracaídas plateado con un tridente (que debe de ser el regalo más caro que he visto en la arena), todo estaba decidido. La industria del Distrito 4 es la pesca, y él llevaba toda su vida entre barcos.

El tridente era como una extensión natural y mortífera de su brazo. Tejió una red con plantas y la utilizó para atrapar a sus oponentes y atravesarlos con el tridente; en cuestión de días, la corona era suya.

Los ciudadanos del Capitolio llevan babeando por él desde entonces.

Debido a su juventud, no pudieron tocarlo hasta que pasaron un par de años. Sin embargo, desde que cumplió los dieciséis, se ha pasado los juegos perseguido por sus admiradores, locos de amor por él.

Nadie conserva sus favores durante mucho tiempo, ya que Finnick pasa por cuatro o cinco durante su visita anual. Viejos o jóvenes, encantadores o insulsos, ricos o pobres, él les da compañía y acepta sus extravagantes regalos, aunque nunca se queda y, una vez que se marcha, no regresa.

No puede discutirse que Finnick es una de las personas más impresionantes y sensuales del planeta, pero, sinceramente, a mí nunca me ha resultado atractivo.

Quizá sea demasiado guapo o demasiado fácil de obtener; o quizá, simplemente, sea demasiado fácil perderlo.

—No, gracias —le digo a lo del azúcar—. Aunque sí me podrías prestar tu traje alguna vez.

Está envuelto en una red dorada con un estratégico nudo en la entrepierna para que, técnicamente, no se diga que va desnudo, aunque casi, casi. Seguro que su estilista piensa que cuanto más Finnick vea la audiencia, mejor.

—Me estás matando de miedo con ese atuendo. ¿Qué ha pasado con tus preciosos vestidos de niñita? —me pregunta, humedeciéndose los labios un poco con la lengua. Es probable que eso vuelva loco a casi todo el mundo. Sin embargo, por algún extraño motivo, yo sólo recuerdo al viejo Cray babeando por una pobre joven hambrienta.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now