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Con ese único movimiento veo el final de la esperanza, el inicio de la destrucción de todo lo que me importa en este mundo. No sé qué forma adoptará el castigo, ni lo mucho que abarcará, pero, cuando acabe, seguramente no quedará nada.

Lo lógico sería que sintiese una desesperación profunda en estos momentos. Pero por extraño que parezca, lo que más siento es alivio, alivio por poder acabar con el juego, porque la respuesta de si puedo tener éxito en esta empresa ya haya sido respondida, aunque sea con un no rotundo. Porque si a tiempos desesperados, medidas desesperadas, ya soy libre para actuar con toda la desesperación que desee.

Pero aquí no, todavía no. Es importante volver al Distrito 12, ya que cualquier plan incluirá a mis padres, a Peeta, si consigo que venga con nosotros, a su familia y añado a Haymitch a la lista. Son las personas que tendré que llevarme cuando escape al bosque, aunque todavía no sé cómo convencerlos, a dónde iremos en pleno invierno, ni qué hará falta para evitar que nos capturen. Sin embargo, al menos sé lo que debo hacer.

Así que, en vez de derrumbarme y llorar, levanto la barbilla y me siento más segura de mí misma que nunca. Mi sonrisa, a pesar de que a veces parezca demencial, no es forzada, y cuando el presidente silencia al público y dice: «¿Qué les parece si les organizamos una boda aquí mismo, en el Capitolio?», yo entro en modo chica-casi-catatónica-de-alegría sin pestañear.

Caesar Flickerman le pregunta al presidente si tiene una fecha en mente.

—Bueno, antes de fijar la fecha habría que aclarar un poco las cosas con el padre de ____ —responde Snow. El público rompe a reír y el presidente me rodea con un brazo—. Quizá si todo el país se empeña logremos casarte antes de los treinta.

—Seguramente tendrá que aprobar una nueva ley —respondo con una risita.

—Si no hay más remedio — repone él, de buen humor, como si conspirásemos juntos.

Ay, sí, qué bien nos lo pasamos, mi mejor amigo el presidente Snow.

La fiesta que se celebra en la sala de banquetes del presidente Snow no tiene parangón. El techo, de doce metros de altura, se ha transformado en un cielo nocturno, y las estrellas tienen el mismísimo aspecto que en casa. Supongo que también se ven así desde el Capitolio, pero ¿cómo saberlo? Siempre hay demasiada luz en la ciudad como para ver las estrellas. Más o menos a medio camino entre el suelo y el techo, los músicos flotan en lo que parecen ser esponjas nubes blancas, aunque no veo qué es lo que los mantiene en el aire, por un momento me invade el impulso de ir y pasar mi mano para descubrirlo pero sigo caminando.

Las tradicionales mesas de comedor han sido sustituidas por innumerables sofás y sillones, algunos alrededor de chimeneas, otros junto a olorosos jardines de flores o estanques llenos de peces exóticos, de modo que la gente pueda comer, beber y hacer lo que le plazca con el máximo confort.

En el centro de la sala hay una amplia zona embaldosada que sirve para todo, desde pista de baile aescenario para los intérpretes que vienen y van, pasando por espacio para mezclarse con los invitados, que van vestidos con total extravagancia.

Sin embargo, la verdadera estrella de la noche es la comida, mesas cubiertas de manjares alineadas junto a las paredes. Todo lo que pueda imaginarse y cosas con las que nadie habría soñado esperan a que las consuman: vacas, cerdos y cabras enteros asándose en espetones; enormes bandejas de aves rellenas de sabrosas frutas y frutos secos; criaturas del océano salpicadas de salsa o suplicando bañarse en mejunjes especiados; incontables quesos, panes, verduras, dulces, cascadas de vino y arroyos de licores en llamas.

Mi apetito había regresado con mi deseo de luchar y, después de semanas demasiado preocupada por vomitar todo lo que entraba en mi boca, estoy hambrienta.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now