XX

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Es un misterio a quién pretendía llamar la mujer, ya que, después de registrar el piso, descubrimos que
estaba sola. Quizá quisiera alertar a algún vecino o simplemente gritar de miedo. En cualquier caso, aquí no hay nadie que pueda oírla.

El piso sería un lugar elegante en el que esconderse un tiempo, pero es un lujo que no podemos permitirnos.

—¿Cuánto tiempo creen que nos queda hasta que se den cuenta de que hemos sobrevivido algunos? — pregunto.

—Creo que podrían llegar en cualquier momento —responde Gale—. Saben que nos dirigíamos a la
calle. Seguramente la explosión los despistará unos minutos, pero después empezarán a buscarnos
desde ahí.

Me acerco a una ventana que da a la calle y, al asomarme a través de las contraventanas, no me
encuentro con agentes, sino con una multitud de personas viviendo su vida. Durante nuestro viaje bajo tierra hemos abandonado las zonas evacuadas y hemos llegado a una zona bastante animada del
Capitolio. La multitud es nuestra única posibilidad de escapar. No tengo el holo, pero sí a Cressida, que
se une a mí en la ventana, confirma que conoce nuestra ubicación y me da la buena noticia de que no
estamos a muchas manzanas de la mansión presidencial.

Un simple vistazo a mis compañeros me dice que no es momento de atacar a Snow. Gale sigue perdiendo sangre por el cuello, cuya herida no hemos limpiado. Peeta está sentado en un sofá de terciopelo mordiendo una almohada, ya sea para contener la locura o para evitar un grito. Pollux llora sobre la repisa de una recargada chimenea. Cressida parece decidida, pero está tan pálida que no se le ve sangre en los labios. A mí me hace avanzar el odio. Cuando la energía del odio se agote, no serviré para nada.

—Vamos a registrar los armarios —digo.

En un dormitorio encontramos cientos de trajes, abrigos y zapatos de mujer, un arco iris de pelucas y
suficiente maquillaje para pintar una casa entera. En un dormitorio del otro lado del pasillo hay una colección similar para hombre. Quizá sean de su marido o de un amante que ha tenido la buena suerte de no estar aquí esta mañana.

Llamo a los demás para que se vistan. Al ver las muñecas ensangrentadas de Peeta meto la mano en el bolsillo para sacar la llave de las esposas, pero él se aparta.

—No —me dice—, no lo hagas. Me ayudan a resistir.

—Puede que necesites las manos —comenta Gale.

—Cuando noto que me pierdo, empujo las muñecas contra ellas y el dolor me ayuda a centrarme—responde Peeta; lo dejo estar.

Por suerte, fuera hace frío, así que podemos esconder casi todo el uniforme y las armas debajo de
grandes abrigos y capas. Nos colgamos las botas al cuello por los cordones y las escondemos, y nos
ponemos unos zapatos muy absurdos. Obviamente, el verdadero reto es la cara. Cressida y Pollux corren el riesgo de encontrarse con alguien conocido; a Gale podrían reconocerlo por las propos y las noticias; y a Peeta y a mí nos conocen todos los ciudadanos de Panem. Nos apresuramos a pintarnos la cara con gruesas capas de maquillaje, usamos las pelucas y ocultamos los ojos tras gafas de sol. Cressida nos tapa la boca y la nariz a Peeta y a mí con bufandas.

Noto que se agota el tiempo, aunque me detengo unos segundos a llenar los bolsillos de comida y
material de primeros auxilios.

—Permanezcamos juntos —digo en la puerta.

Después salimos a la calle. Ha empezado a nevar y mucha gente nerviosa se mueve a nuestro alrededor
hablando de rebeldes, de hambre y de mí con su cursi acento del Capitolio. Cruzamos la calle, pasamos junto a unos cuantos pisos y, justo al doblar la esquina, tres docenas de agentes de la paz pasan
corriendo por nuestro lado. Nos apartamos de un salto, como hacen los ciudadanos de verdad, y
esperamos a que la multitud siga con su flujo normal.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now