XXII

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¿Real o no? Estoy ardiendo. Las bolas de fuego que surgieron de los paracaídas salen por encima de las
barricadas, atraviesan el aire cargado de nieve y aterrizan entre la muchedumbre. Estaba volviéndome cuando me acertó una, me recorrió la espalda con una lengua de fuego y me transformó en algo nuevo, en una criatura tan inextinguible como el sol.

Un muto de fuego sólo percibe una cosa: la agonía. Ni vista, ni sonido, ni otra sensación que no sea el
implacable ardor de la carne. Quizá pase por momentos de inconsciencia, pero ¿qué más da si no me ofrecen consuelo? Soy el pájaro de Cinna, ardiendo, volando como loca para escapar de algo de lo que no puedo escapar: las plumas de llamas que me salen del cuerpo; si las bato no hago más que avivar el fuego. Me consumo sin fin.

Al final mis alas ceden, pierdo altura y la gravedad me tira a un mar espumoso del color de los ojos de
Finnick. Floto sobre la espalda, que sigue ardiendo debajo del agua, aunque la agonía se convierte en
dolor. Cuando voy a la deriva, incapaz de navegar, aparecen ellos: los muertos.

Los seres que amaba vuelan como pájaros por el cielo que me cubre. Suben, revolotean, me llaman
para que me una a ellos. Estoy deseando seguirlos, pero el agua de mar me satura las alas, impide que
me eleve. Los seres que odiaba están en el agua, son horribles criaturas con escamas que me arrancan la
carne salada con sus dientes afilados. Me muerden una y otra vez, me arrastran bajo la superficie.

El pajarito blanco con manchas rosas se mete en el agua, me clava las garras en el pecho e intenta mantenerme a flote.

—¡No, ______! ¡No! ¡No puedes irte!

Pero los que odiaba están ganando, y si ellos, mis pajaritos, se aferra a mí, también estará perdida.

—¡Mama papá , suéltenme!

Y, finalmente, lo hace.

Todos me abandonan en las profundidades. Sólo tengo el sonido de mi respiración, el enorme esfuerzo que supone absorber el agua y sacarla de los pulmones. Quiero parar, intento aguantar el aliento, pero el mar entra a la fuerza y contra mi voluntad.

—Dejanme morir, dejenme que siga a los demás —suplico a lo que me retiene aquí. No hay respuesta.

Llevo atrapada días, años, quizá siglos. Muerta, pero sin morir del todo. Viva, pero como si estuviera
muerta. Tan sola que cualquier persona, cualquier cosa, por desagradable que sea, sería bien recibida.

Sin embargo, cuando por fin me visitan, es algo dulce: morflina. Corre por mis venas, amortigua el
dolor, aligera mi cuerpo tanto que vuelve a subir y descansa sobre la espuma. Espuma. Es cierto que floto sobre espuma. La noto bajo la punta de los dedos, acunando algunas partes de mi cuerpo desnudo. Hay mucho dolor, pero también algo parecido a la realidad: la lija de mi garganta; el olor a medicina para quemaduras de la primera arena; el sonido de la voz de mi madre. Son cosas que me asustan, así que intento regresar a las profundidades para encontrarles sentido, pero no hay vuelta atrás. Poco a poco, me veo obligada a aceptar que soy una chica con graves quemaduras y sin alas, sin fuego. Sin padres.

En el deslumbrante hospital del Capitolio, los médicos obran su magia. Tapan mi cuerpo en carne viva con nuevas capas de piel. Convencen a las células de que son mías. Manipulan unas partes y otras, doblando y estirando las extremidades para asegurarse de que encajen bien. Oigo una y otra vez que he tenido mucha suerte: mis ojos están bien, casi toda mi cara está bien, mis pulmones responden al
tratamiento y quedaré como nueva. Que mi embarazo esta normal, que ya avance las 28 semanas.

Cuando mi delicada piel se endurece lo bastante como para soportar la presión de las sábanas, llegan
más visitantes. La morflina abre la puerta tanto a vivos como a muertos. Haymitch, amarillento y serio.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora