Capítulo IX

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Tercer día de entrenamiento empiezan a llamarnos a la hora de la comida para
nuestras sesiones privadas con los Vigilantes.

Distrito a distrito, primero el chico y luego la chica. Como siempre, el Distrito 12 se queda para el final, así que esperamos en el comedor, sin saber bien qué hacer.

Nadie regresa después de la sesión. Conforme se vacía la sala, la presión por parecer amigos se aligera y, cuando por fin llaman a Rue, nos quedamos solos. Permanecemos sentados, en silencio, hasta que llaman a Peeta y él se levanta.

—Recuerda lo que dijo Haymitch sobre tirar las pesas —dice mi boca sin pedirme permiso.

—Gracias, lo haré. Y tú... dispara bien.

Asiento con la cabeza; no sé por qué he dicho nada.

Después de quince minutos, me llaman. Me aliso el pelo, enderezo los hombros y
entro en el gimnasio. Al instante, sé que tengo problemas, porque los Vigilantes llevan demasiado tiempo aquí dentro y ya han visto otras veintitrés demostraciones.

Además, casi todos han bebido demasiado vino y quieren irse a casa de una vez. No puedo hacer más que seguir con el plan: me dirijo al puesto de tiro con arco.

¡Ah, las armas! ¡Llevo días deseando ponerles las manos encima! Arcos hechos de madera, plástico, metal y materiales que ni siquiera sé nombrar. Flechas con plumas cortadas en líneas perfectamente uniformes. Escojo un arco, lo tenso y me echo al hombro el carcaj de flechas a juego.

Hay un campo de tiro que me parece demasiado limitado, dianas estándar y siluetas humanas. Me dirijo al centro del gimnasio y escojo el primer objetivo: el muñeco de las prácticas de cuchillo. Sin embargo, cuando empiezo a tirar de la flecha, sé que algo va mal: la cuerda está más tensa que la de los arcos de casa y la flecha es más rígida.

Me quedo a cinco centímetros de darle al muñeco y pierdo la poca atención que me había ganado. Durante un instante me siento humillada, pero después vuelvo a la diana, y disparo una y otra vez hasta que me acostumbro a las armas nuevas.

De vuelta al centro del gimnasio, me pongo en la posición inicial y le doy al
muñeco justo en el corazón. Después corto la cuerda que sostiene el saco de arena para boxear. Sin detenerme, ruedo por el suelo, me levanto apoyada en una rodilla y disparo una flecha a una de las luces colgantes del alto techo del gimnasio, provocando una lluvia de chispas. Ha sido una exhibición excelente.

Me vuelvo hacia los Vigilantes y veo que algunos me dan su aprobación, pero que la mayoría sigue concentrada en un cerdo asado que acaba de llegar a la mesa. De repente, me pongo furiosa, me quema la sangre el que, con mi vida en juego, ni siquiera tengan la decencia de prestarme atención, que me eclipse un cerdo muerto. Empieza a latirme el corazón muy deprisa, me arde la cara y, sin pensar, saco una flecha del carcaj y la envió directamente a la mesa de los Vigilantes.

Oigo gritos de alarma y veo que la gente retrocede, pasmada; la flecha da en la manzana que tiene el cerdo en la boca y la clava en la pared que hay detrás. Todos me miran, incrédulos.

—Gracias por su tiempo —digo; después hago una breve reverencia y me dirijo a la salida sin esperar a que me den permiso.

De camino al ascensor, me coloco el arco en un hombro y el carcaj en el otro.
Después aparto a los avox boquiabiertos que protegen los ascensores y le doy al botón número doce con el puño. Las puertas se cierran y salgo disparada hacia arriba.

Consigo llegar a mi planta antes de que las lágrimas empiecen a bajarme por las mejillas. Oigo que los demás me llaman desde el salón, pero salgo corriendo por el vestíbulo hasta llegar a mi cuarto, cierro con pestillo y me tiro en la cama.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora