XXII

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El sonido de la lluvia sobre el tejado de nuestra casa me devuelve el conocimiento.

Lucho por volver a dormirme, envuelta en un cálido capullo de mantas, a salvo en mi hogar. Soy vagamente consciente de que me duele la cabeza, quizá tenga la gripe y por eso me dejan quedarme en la cama, aunque me da la impresión de que llevo mucho tiempo dormida.

La mano de mi madre me acaricia la mejilla y yo no la aparto, como hubiese hecho de estar despierta, porque no quiero que sepa lo mucho que necesito ese contacto suyo, lo mucho que la echo de menos, aunque siga sin confiar en ella. Entonces me llega una voz, la voz equivocada, no la de mi madre, y me asusto.

—_______ —dice—. Preciosa, ¿me oyes?

Abro los ojos y se desvanece la sensación de seguridad. No estoy en casa, no estoy con mi madre; estoy en una cueva oscura y fría, con los pies descalzos helados a pesar del saco, y en el aire noto un inconfundible olor a sangre.

La cara demacrada y pálida de un chico entra en mi campo de visión y, después de un sobresalto inicial, me siento mejor.

—Peeta.

—Hola. Me alegro de volver a verte los ojos.

—¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?

—No estoy seguro. Me desperté anoche y estabas tumbada a mi lado, en medio de un charco de sangre aterrador. Creo que por fin has dejado de sangrar, aunque será mejor que no te sientes ni nada.

Me llevo la mano a la cabeza con precaución: me la ha vendado. Ese gesto tan simple me hace sentir débil y mareada.

Peeta me acerca una botella a los labios y bebo con ganas.

—¿Estás mejor? —le pregunto.

—Mucho mejor. Lo que me inyectaste en el brazo hizo efecto. Esta mañana ya no tenía la pierna hinchada.

No parece enfadado conmigo por haberlo engañado, drogado e ido al banquete o quizá ahora esté demasiado destrozada y espere a después para decírmelo, cuando esté más fuerte.
Sin embargo, por el momento es todo amabilidad.

—¿Has comido? —le pregunto.

—Siento decir que me tragué los tres trozos de granso antes de darme cuenta de que podríamos necesitarlo para después. No te preocupes, vuelvo a seguir una dieta estricta.

—No, no pasa nada. Tienes que comer. Iré a cazar pronto.

—No demasiado pronto, ¿Si? Deja que te cuide un poco.

La verdad es que no me queda otra opción. Peeta me da para comer trocitos de granso y pasas, y me hace beber mucha agua. Me restriega los pies para calentarlos y los envuelve en su chaqueta antes de subirme el saco de dormir hasta la barbilla.

—Todavía tienes las botas y los calcetines mojados, y el tiempo no ayuda —dice.

Oigo un trueno y veo los relámpagos iluminar el cielo a través de una abertura en las rocas. La lluvia entra en la cueva por varios agujeros en el techo, aunque Peeta ha construido una especie de toldo sobre mi cabeza y la parte superior de mi cuerpo metiendo el cuadrado de plástico entre las rocas que tengo encima.

—¿Qué habrá provocado la tormenta? Es decir, ¿quién es el objetivo? —pregunta Peeta.

—Cato y Thresh —digo, sin pensar—. La Comadreja estará en su guarida, donde
sea, y Clove..., ella me cortó y después... —No puedo terminar la frase.

—Sé que Clove está muerta, la vi en el cielo por la noche. ¿La mataste tú?

—No, Thresh le aplastó el cráneo con una roca.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora