IV

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Justo cuando el hombre cae al suelo, una pared de uniformes blancos nos tapa la vista. Algunos de los soldados llevan las armas automáticas levantadas cuando nos empujan hacia la puerta.

—¡Ya nos vamos! —exclama Peeta, dándole un empujón al agente de la paz que me obliga a avanzar—. Lo entendemos. Venga, preciosa.

Me rodea con sus brazos y me guía de vuelta al Edificio de Justicia, con los agentes a unos cuantos pasos de nosotros. En cuanto entramos, las puertas se cierran de golpe y oímos las botas volverse hacia la multitud.

Haymitch, Effie, Portia y Cinna esperan debajo de una pantalla montada en la pared, en la que sólo se ve estática, todos muy tensos, por lo que veo en sus caras.

—¿Qué ha pasado? —se apresura a preguntar Effie—. Hemos perdido la imagen justo después del precioso discurso de _____, y entonces Haymitch ha dicho que creía haber escuchado un disparo; yo he contestado que era ridículo, pero ¿quién sabe? ¡Hay lunáticos en todas partes!

—No ha pasado nada, Effie. El tubo de escape de un viejo camión — responde Peeta, sin que le tiemble la voz.

Dos disparos más. La puerta no nos aísla mucho del sonido. ¿A quién habrían disparado? ¿A la abuela de Thresh? ¿A una de las hermanitas de Rue?

—Ustedes dos, conmigo —ordena Haymitch. Peeta y yo lo seguimos, y dejamos a los otros atrás. Los agentes de la paz que están colocados por el Edificio de Justicia no están muy interesados en nuestros movimientos, siempre que permanezcamos dentro.

Subimos por una magnífica escalera curva de mármol. En la parte de arriba hay un largo pasillo con una alfombra desgastada y unas puertas dobles abiertas que dan paso a la primera sala que nos encontramos. El techo debe de tener unos seis metros de altura, con molduras de frutas y flores, además de gorditos niños con alas que nos miran desde cada esquina. Nuestra ropa de noche está colgada en unos percheros de pared.

Nos han preparado la habitación, aunque apenas nos paramos para soltar los regalos. Después, Haymitch nos arranca los micrófonos del pecho, los mete debajo de uno de los cojines del sofá y nos hace un gesto para que lo sigamos.

Por lo que sé, sólo ha estado aquí una vez, en su Gira de la Victoria de hace décadas, pero debe de tener una memoria extraordinaria o unos instintos muy fiables, porque nos conduce por un laberinto de escaleras de caracol y pasillos cada vez más estrechos. A veces se detiene para forzar una puerta. Por el chirrido de protesta de las bisagras, está claro que no las abren desde hace tiempo. Al final subimos por una escalera a una trampilla y, cuando Haymitch la abre, nos encontramos en la bóveda del edificio.

Es un lugar enorme lleno de muebles rotos, pilas de libros y cuadernos, y armas oxidadas. La capa de polvo que lo cubre todo es tan gruesa que no cabe duda de que nadie la molesta desde hace años. La luz lucha por filtrarse a través de cuatro ventanas cuadradas asquerosas abiertas en los laterales de la cúpula.

Haymitch cierra la trampilla de una patada y se vuelve hacia nosotros.

—¿Qué ha pasado?

Peeta le cuenta lo ocurrido en la plaza: el silbido, el saludo, nuestra vacilación en la veranda y el asesinato del anciano.

—¿Qué está pasando, Haymitch? —le pregunta después.

—Será mejor si se lo cuentas tú — me dice el interpelado.

—Es lo que te he contado hoy Peeta, debía convencer al presidente de nuestro amor, pero tambien debía calmar a los districtos. Pero está claro que hoy sólo he conseguido que maten a tres personas, y ahora castigarán al resto de los asistentes. —Me siento tan mal que tengo que sentarme en un sofá, a pesar de que está reventado y se le ven los muelles y el relleno.

Mi salvación -Peeta MellarkOnde histórias criam vida. Descubra agora