XXIV

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Entre las reacciones de asombro soy consciente de un sonido: la risa de Snow. Son unas carcajadas
horribles, un borboteo acompañado de una erupción de sangre espumosa cuando empiezan las toses. Lo
veo inclinarse hacia delante escupiendo la vida hasta que los guardias me tapan la vista.

Cuando los uniformes grises empiezan a rodearme pienso en lo que me deparará mi breve futuro como
asesina de la nueva presidenta de Panem: el interrogatorio, probablemente la tortura y, sin duda, una ejecución pública. Tendré que despedirme otra vez de las pocas personas que todavía guardo en mi
corazón.

—Buenas noches —susurro al arco que tengo en la mano, y noto que se queda quieto. Después levanto
el brazo izquierdo y bajo la cabeza para arrancar la pastilla de la manga. En vez de eso, muerdo carne.

Echo la cabeza atrás, perpleja, y me encuentro mirando a los ojos de Peeta. Le sangran las marcas de dientes en la mano que ha puesto sobre mi jaula de noche.

—¡Déjame ir! —le grito, intentando soltarme.

—No puedo —responde.

Mientras me apartan de él noto que me arranca el bolsillo de la manga y veo caer al suelo la píldora
violeta, veo el último regalo de Cinna aplastado bajo la bota de un guardia. Me transformo en un animal salvaje que da patadas, araña, muerde y hace lo que sea por liberarse de esta red de manos, entre los empujones de la muchedumbre.

Los guardias me levantan en el aire para apartarme, y yo sigo luchando mientras me llevan por encima de la gente. Pero no hay flecha ni bala. ¿Es que no me ve? No, sobre nosotros, en las gigantescas pantallas colocadas por todo el Círculo, todos pueden ver lo que pasa. Me ve, lo sabe, pero no lo hace, igual que yo tampoco lo hice cuando lo capturaron. Menudos cazadores y amigos que estamos hechos los dos.

Estoy sola.

En la mansión me esposan y me tapan los ojos. Me llevan, medio a rastras, medio en brazos, por largos
pasillos, subiendo y bajando en ascensores, hasta dejarme sobre un suelo enmoquetado. Me quitan las
esposas y cierran la puerta. Cuando me quito la venda de los ojos, descubro que estoy en mi antiguo
cuarto del Centro de Entrenamiento, donde viví durante aquellos últimos preciados días antes de mis
primeros Juegos del Hambre y del Vasallaje. El colchón está desnudo, el armario abierto y vacío, pero reconocería esta habitación en cualquier parte.

Me cuesta levantarme y quitarme el traje de Sinsajo.
Tengo muchas moretones, lesiones y quizá un par de
dedos rotos, pero es mi piel la que ha sufrido más los efectos de la pelea con los guardias.

Los nuevos parches rosas se han cortado como papel y la sangre mana de las células creadas en el laboratorio. Sin embargo, no aparece ningún sanitario, y yo estoy demasiado ida para que me importe, así que me arrastro hasta el colchón y espero mientras tomo mi vientre.

Por la noche la sangre se ha coagulado, y me ha dejado rígida, dolorida y pegajosa, aunque viva. Me meto en la ducha y programo el ciclo más suave que recuerdo, sin jabones ni productos para el pelo; después me pongo en cuclillas bajo el agua caliente con los codos en las rodillas y la cabeza entre las manos.

«Me llamo ______ Avery. ¿Por qué no estoy muerta? Debería estar muerta. Sería mejor para todos que estuviera muerta...».

Cuando salgo y me pongo sobre la alfombrilla, el aire caliente me seca la piel dañada. No tengo nada que ponerme, ni siquiera una toalla para taparme. En el cuarto veo que el traje de Sinsajo ha desaparecido, pero que han dejado una bata de papel.

También hay una comida enviada desde la misteriosa cocina, junto con una cajita con mi medicación de postre. Me como la comida, me tomo las pastillas y me aplico el ungüento en la piel.

Mi salvación -Peeta MellarkDonde viven las historias. Descúbrelo ahora