Capítulo XXI

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El sonido de las trompetas me sorprende; me pongo en pie de un salto y me asomo corriendo a la entrada de la cueva; no quiero perderme ni una sílaba.

Es mi nuevo mejor amigo, Claudius Templesmith, y, como esperaba, nos invita a un banquete. Bueno, no tenemos tanta hambre y, literalmente, descarto su propuesta moviendo la mano con indiferencia, hasta que dice:

—Una cosa más: puede que algunos esten ya rechazando mi invitación, pero no se trata de un banquete normal. Cada uno de ustedes necesita una cosa desesperadamente.

Sí que necesito algo desesperadamente, algo para curar la pierna de Peeta

—. En la Cornucopia, al alba, encontraran lo que necesiten en una mochila marcada con el número su distrito. Piensenlo bien antes de descartarlo. Para algunos, será su última oportunidad.

Se acabó, sólo quedan sus palabras, flotando en el aire. Peeta me coge de los
hombros por detrás y me asusta.

—No —me dice—. No vas a arriesgar la vida por mí.

—¿Y quién ha dicho que piense hacerlo?

—Entonces, ¿no vas?

—Claro que no voy, ¿por quién me tomas? ¿Crees que voy a meterme en una barra libre con Cato, Clove y Thresh? No seas estúpido —respondo, ayudándolo a volver a la cama—. Dejaré que luchen entre ellos y veremos quién sale en el cielo mañana por la noche; después pensaremos en un plan.

—Qué mal mientes, preciosa, no sé cómo has sobrevivido tanto tiempo. —Empieza a imitarme—. «Sabía que esa cabra era una mina de oro. Estás un poco más fresco. Claro que no voy.» —Sacude la cabeza—. Será mejor que no te dediques a las cartas, porque perderías hasta la camisa.

—Bueno, sí que voy, ¡y no puedes detenerme! —exclamo, con la cara roja de rabia.

—Puedo seguirte, al menos un trecho. Quizá no llegue a la Cornucopia, pero, si
voy detrás de ti gritando tu nombre, seguro que alguien me encuentra. Así moriré, y punto.

—No podrías recorrer ni cien metros con esa pierna.

—Entonces, me arrastraré. Si tú vas, yo voy.

Es lo bastante cabezón y, quizá, lo bastante fuerte para hacerlo, para salir aullando por el bosque detrás de mí. Aunque no lo encuentre un tributo, podría hacerlo otra cosa, y él no puede defenderse.

Si quiero ir sola, voy a tener que dejarlo aquí dentro. Además, ¿quién sabe el daño que podría hacerle el esfuerzo?

—¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Sentarme a verte morir? —digo, porque tiene que saber que no es una opción, que la audiencia me odiaría y, sinceramente, yo también me odiaría si ni siquiera lo intentara.

—No me moriré, te lo prometo, si tú me prometes que no irás.

Estamos en tablas. Sé que no puedo convencerlo de esto, así que no lo intento y finjo aceptarlo a regañadientes.

—Entonces tendrás que hacer lo que te diga, beberte el agua, despertarme cuando te lo pida y comerte toda la sopa, ¡aunque esté asquerosa!

—De acuerdo. ¿Está ya?

—Espera aquí.

El aire se ha vuelto frío, aunque el sol no se ha puesto. Yo tenía razón, los
Vigilantes están jugando con la temperatura. Me pregunto si uno de los tributos necesitará desesperadamente una buena manta. La sopa sigue calentita en su olla de hierro y, de hecho, tampoco está tan asquerosa.
Peeta se la come sin quejarse, e incluso rebaña la olla para demostrar su
entusiasmo.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now