III

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Dudo ante la puerta marcada con el número 307, temiendo las preguntas de mi familia.

—¿Qué les voy a contar sobre el Distrito 12? —le pregunto a Gale.

—Dudo que te pidan detalles. Ellos lo vieron arder, así que estarán más preocupados por cómo lo lleves tú —me responde, tocándome la mejilla—. Igual que me pasa a mí.

No se como interpretar ese acercamiento, asi que solo sonrió y tiro un paso atrás, marcando una distancia.

—Sobreviviré.

Después respiro hondo y abro la puerta. Mis padres están en casa para «18:00 – Reflexión», una media hora de descanso antes de la cena.

Noto que están preocupadas e intentan calcular mi estado emocional. Antes de que nadie pregunte nada, me corro a un lado y la hora se convierte en «18:00 – Adoración a Max».
Mamá se arrodilla y deja que Max le lama toda la cara, sin dudas lo extrañaba demasiado.

Mi padre abraza con fuerza la foto de los cuatro y después la coloca, junto con el libro de plantas, en la
cómoda proporcionada por el Gobierno. Cuelgo la chaqueta de mi Nick en el respaldo de una silla y,
por un momento, es como estar en casa, así que supongo que el viaje al Distrito 12 no ha sido una
completa pérdida de tiempo.

Cuando salimos hacia el comedor para «18:30 – Cena», el brazalector de Gale empieza a pitar. Tiene
aspecto de reloj o brazalete grande, pero recibe mensajes escritos; tener un brazalector es un privilegio especial que se reserva a los más importantes para la causa, un estatus que Gale logró por su rescate de los ciudadanos del 12.

—Nos necesitan a los dos en la sala de mando —dice.

Avanzo unos cuantos pasos por detrás de él e intento prepararme antes de sumergirme en lo que seguro
será otra implacable sesión sinsajística. Me rezago en la puerta de la sala de mando, una habitación de
alta tecnología mezcla de sala de reuniones y sala de guerra, equipada con paredes que hablan, mapas
electrónicos que muestran los movimientos de la tropa en distintos distritos y una gigantesca mesa
rectangular con cuadros de control que no debo tocar.

Sin embargo, nadie nota mi presencia, están todos reunidos en torno a una pantalla de televisión situada en el otro extremo de la sala, en la que se
ven veinticuatro horas al día las retransmisiones del Capitolio. Justo cuando estoy pensando en escaparme, Plutarch, cuyo amplio cuerpo tapaba el televisor, me ve y me hace gestos urgentes para
que me acerque. Lo hago a regañadientes, intentando imaginar por qué me iba a interesar a mí, ya que siempre es lo mismo: grabaciones de batallas, propaganda, repeticiones del bombardeo del Distrito 12 o un siniestro mensaje del presidente Snow. Así que me resulta casi divertido ver a Caesar Flickerman, el eterno presentador de los Juegos del Hambre, con su cara pintada y su traje chispeante, preparándose para hacer una entrevista..., hasta que la cámara se retira y veo que su invitado es Peeta.

Dejo escapar un sonido, la misma combinación de grito ahogado y gruñido que se produce cuando te sumerges en el agua y te falta tanto el oxígeno que duele. Aparto a la gente a empujones y me pongo
delante de él, con la mano sobre la pantalla. Busco en sus ojos algún rastro de dolor, cualquier señal de
tortura, pero no hay nada. Peeta parece sano hasta el punto de resultar robusto; le brilla la piel, que no
tiene defecto alguno, como cuando te arreglan de pies a cabeza. Su gesto es sereno, serio. No logro
conciliar esta imagen con la del chico machacado y ensangrentado que atormenta mis sueños.

Caesar se acomoda en el sillón que hay frente a Peeta y lo mira durante un buen rato.

—Bueno..., Peeta..., bienvenido de nuevo.

—Imagino que no pensabas volver a entrevistarme, Caesar —responde Peeta, sonriendo un poco.

—Confieso que no. La noche antes del Vasallaje de los Veinticinco... Bueno, ¿quién iba a pensar que
volveríamos a verte?

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now