XXVIII

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—Cúbreme —me pide, y desaparece con una zambullida perfecta.

Levanto el arco para protegerlo de cualquiera que ataque la Cornucopia, aunque nadie parece interesado en perseguirnos. Efectivamente, Gloss, Cashmere, Enobaria y Brutus se han reunido en manada y están examinando las armas. Un rápido examen al resto de la arena me dice que casi todos los tributos siguen atrapados en sus placas. Espera, no, hay alguien de pie en el radio de mi izquierda, el que está frente a Peeta.

Es Mags, aunque ni se dirige a la Cornucopia ni intenta huir, sino que se mete en el agua y empieza a chapotear hacia mí, manteniendo la cabeza por encima de las olas. Bueno, es vieja, pero supongo que después de ochenta años de vida en el Distrito 4 sabe bien cómo flotar.

Finnick ha llegado hasta Peeta y está arrastrándolo de vuelta, con un brazo sobre su pecho mientras se impulsa con el otro por el agua nadando fácilmente. Peeta se deja llevar sin resistirse. No sé qué le habrá dicho o qué habrá hecho nuestro aliado para que Peeta haya decidido confiarle la vida, quizá le haya enseñado la pulsera. O quizá le haya bastado con verme esperando.

Cuando llegan a la arena, ayudo a llevar a Peeta a tierra firme.

—Hola de nuevo —me dice, y me da un beso—. Tenemos aliados.

—Sí, como Haymitch quería.

—Recuérdamelo, ¿hemos hecho tratos con alguien más?

—Creo que sólo con Mags — respondo, asintiendo con la cabeza hacia la anciana que nada con determinación hacia nosotros.

—Bueno, no puedo dejar a Mags —dice Finnick—. Es una de las pocas personas a las que les gusto de verdad.

—No tengo ningún problema con Mags —le aseguro—. Sobre todo después de ver la arena. Puede que sus anzuelos sean nuestra mejor oportunidad de conseguir comida.

—______ quiso aliarse con ella el primer día —comenta Peeta.

—______ tiene muy buen criterio —responde Finnick. Con una mano saca a Mags del agua como si no pesara más que un cachorro.


Ella dice algo que quizá incluya la palabra flota y se da una palmadita en el cinturón.


—Mira, tiene razón, alguien más lo ha averiguado —añade Finnick, señalando a Beetee. Aunque va dando bandazos por el agua, consigue no hundir la cabeza.

—¿El qué? —pregunto.

—Los cinturones. Son dispositivos de flotación. Es decir, tienes que impulsarte, pero evitan que te ahogues.

Le doy a Peeta un arco, un carcaj y un cuchillo, y me quedo el resto. Sin embargo, Mags me tira de la manga y balbucea hasta que le doy el punzón. Encantada, lo sujeta entre las encías y le ofrece los brazos a Finnick, que se echa la red al hombro, coloca a Mags encima y agarra el tridente con la mano libre; después huimos de la Cornucopia.

Cuando termina la arena, el bosque surge de repente. No, en realidad no es bosque, al menos no del tipo que yo conozco. Es jungla. Esa palabra extraña y casi obsoleta me viene a la cabeza, seguramente por algo que oí en otros Juegos del Hambre o que me enseñó mi padre.

La mayor parte de los árboles no me son familiares, tienen troncos lisos y pocas ramas. La tierra es muy negra y esponjosa, a menudo oculta por enredaderas con flores vistosas.

Aunque el sol caliente, el aire es cálido y está lleno de humedad, por lo que me da la impresión de que aquí nunca se está del todo seco. La fina tela azul de mi mono deja que el agua de mar se evapore fácilmente, pero ya se me empieza a pegar de sudor.

Peeta lidera la marcha, abriéndose paso entre la densa vegetación con su largo cuchillo. Obligo a Finnick a ir segundo, porque, aunque es el más fuerte, está ocupado con Mags. Además, por muy bien que se le dé el tridente, no es un arma tan apropiada para la jungla como mis flechas.

Entre la cuesta empinada y el calor, no tardamos mucho en quedarnos sin aliento. Por suerte, Peeta y yo hemos estado entrenando mucho, y Finnick tiene un físico tan asombroso que, incluso con Mags al hombro, conseguimos seguir subiendo rápidamente durante kilómetro y medio antes de que pida un descanso.

Y me da la impresión de que es más por Mags que por él.

El follaje nos oculta la rueda; para ver mejor, subo por un árbol con ramas como de goma... y desearía no haberlo hecho.

La tierra que rodea la Cornucopia parece estar sangrando; el agua tiene manchas moradas. Los cadáveres yacen en la arena y flotan en el mar, pero, a esta distancia, con todos vestidos igual, no sé quién vive y quién ha muerto. Sólo sé que algunas de las diminutas figuras todavía luchan.

A pesar de la pulsera, debería acabar con esto y matar a Finnick. Esta alianza no tiene futuro, y es demasiado peligroso para dejarlo escapar. Puede que este momento de vacilante confianza sea mi única oportunidad para acabar con él. Podría dispararle una flecha a la espalda fácilmente mientras caminamos. Es despreciable, sin duda, pero ¿no sería más despreciable esperar? ¿Llegar a conocerlo mejor? ¿Deberle más? No, éste es el momento. Le echo un último vistazo a las figuras en combate y al suelo ensangrentado para reforzar mi decisión y después bajo al suelo.

Sin embargo, cuando aterrizo, descubro que Finnick ha seguido el hilo de mis pensamientos, como si supiera lo que iba a ver y cómo me afectaría. Tiene uno de sus tridentes levantado* en posición defensiva, aunque muy tranquilo.

—¿Qué está pasando ahí abajo, ______? ¿Van todos de la mano? ¿Han abjurado de la violencia? ¿Han lanzado sus armas al mar para desafiar al Capitolio? —me pregunta.

—No.

—No —repite él—. Porque lo que pasara en el pasado, se queda en el pasado, y en esta arena no hay nadie que ganase por accidente. —Mira a Peeta durante un momento—. Salvo Peeta, quizá.

Entonces Finnick sabe lo que sabemos Haymitch y yo, lo de Peeta, que, en el fondo, es mucho mejor que el resto de nosotros. Finnick acabó con el tributo del 5 sin pestañear, y ¿cuánto he tardado yo en volverme mortífera? Disparé a matar cuando apunté con el arco a Enobaria, Gloss y Brutus. Peeta, al menos, habría intentado negociar primero, ver si era posible una alianza más amplia, aunque ¿para qué? Finnick está en lo cierto, yo estoy en lo cierto: los jugadores de la arena no ganaron graciasa su compasión.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now