XI

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El día que Peeta y yo hicimos nuestra aparición allí en la Gira de la Victoria fue una especie de ensayo.

La multitud se colocó en equipos, al lado de los edificios que atacarían cuando empezase la rebelión. Ese era el plan: hacerse con los centros de poder de la ciudad, como el Edificio de Justicia, el cuartel general de los agentes de la paz y el centro de comunicaciones de la plaza. También otros lugares del distrito, como la vía férrea, el granero, la central eléctrica y la armería.

La noche del anuncio de mi compromiso, la noche que Peeta se puso de rodillas y proclamó su eterno amor por mí delante de las cámaras en el Capitolio, fue la noche en la que se  inició el levantamiento. Era una tapadera ideal. Nuestra entrevista en la Gira de la Victoria con Caesar Flickerman era de visión obligatoria, lo que le daba a la gente una excusa para estar en la calle después de anochecer, reuniéndose en la plaza o en alguno de los centros comunitarios de la ciudad para ver la tele.

En cualquier otra ocasión, tanta actividad habría resultado sospechosa.

Por tanto, todos estaban en su puesto a la hora señalada, las ocho en punto, cuando se pusieron las máscaras y se desató la tormenta. Sorprendidos y abrumados por el número de rebeldes, los agentes de la paz se vieron, en principio, superados por la multitud, que se hizo con el centro de comunicaciones, el granero y la central eléctrica. Conforme caían los agentes, los rebeldes se adueñaban de sus armas.

Nació la esperanza de que aquello no fuese una locura, de que, de algún modo, lograran avisar a los otros distritos y derribaran el gobierno del Capitolio.

Entonces cayó el hacha. Los agentes de la paz empezaron a llegar por miles. Los aerodeslizadores bombardearon los baluartes de la resistencia y los redujeron a cenizas.

En el caos absoluto que siguió, la gente apenas logró llegar a sus casas con vida. Tardaron menos de cuarenta y ocho horas en someter la ciudad.

Después estuvieron aislados durante una semana, sin comida, ni carbón, sin poder salir de casa. Lo único que se veía en los televisores era estática, salvo cuando colgaban a los supuestos instigadores en la plaza. Entonces, una noche, cuando todo el distrito estaba a punto de morir de hambre, llegó la orden de volver al trabajo.

Para Twill y Bonnie eso significaba volver a clase. Como tenían que pasar una calle destrozada por las bombas llegaron tarde al turno de la fábrica, así que seguían a unos cien metros de ella cuando estalló;

todos los que estaban dentro murieron, incluidos el marido de Twill y la familia de Bonnie al completo.

—Alguien tuvo que decirle al Capitolio que la idea del levantamiento partió de allí —me cuenta Twill en voz baja.

Las dos corrieron de vuelta a casa de Twill, donde las esperaban los trajes de los agentes de la paz.

Reunieron las provisiones que pudieron, robando a los vecinos que sabían que habían muerto, y llegaron hasta la estación de tren. En un almacén cerca de las vías se pusieron los trajes y, disfrazadas, lograron meterse en un vagón lleno de tela en dirección al Distrito 6. Huyeron del tren en una parada para repostar y viajaron a pie.

Escondidas en el bosque, aunque utilizando las vías para orientarse, llegaron a las afueras del Distrito 12 hace dos días, donde se vieron obligadas a detenerse cuando Bonnie se torció el tobillo.

—Entiendo por qué huís, pero ¿qué esperan encontrar en el Distrito 13?

Bonnie y Twill se miran, nerviosas.

—No estamos muy seguras — responde Twill.

—Sólo quedan escombros —digo —. Todos hemos visto las secuencias.

—Ésa es la cuestión: llevan usando las mismas secuencias desde que se recuerda en el Distrito 8 —afirma Twill.

—¿De verdad? —intento recordar las imágenes del 13 que he visto en televisión.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now