XXI

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Por la mañana no me quedan energías ni tiempo que dedicar a mis sentimientos heridos. Nos reunimos
alrededor de la televisión de Tigris antes del alba para desayunar paté de hígado y galletas de higo, y
vemos una de las interrupciones de Beetee. Hay novedades en la guerra; al parecer, a un emprendedor comandante, inspirado por la ola negra, se le ha ocurrido confiscar los automóviles abandonados y enviarlos sin conductor por las calles. Los coches no disparan todas las vainas, aunque sí la mayor parte de ellas. A eso de las cuatro de la mañana, los rebeldes han empezado a entrar por tres caminos distintos (a los que se refieren simplemente como líneas A, B y C) al corazón del Capitolio. Así han logrado asegurar una manzana tras otra con pocas víctimas.

—Esto no puede durar —dice Gale—. De hecho, me sorprende que haya servido tanto tiempo. El Capitolio se adaptará desactivando algunas trampas concretas para activarlas cuando sus objetivos estén al alcance.

Pocos minutos después de esta predicción, vemos cómo pasa en pantalla: un pelotón envía un coche
por la calle y dispara cuatro vainas. Todo parece ir bien. Tres soldados van a reconocer el terreno y
llegan bien al final de la calle. Pero cuando un grupo de veinte soldados rebeldes los siguen, las macetas con rosales de una floristería acaban volándolos en pedazos.

—Seguro que Plutarch se está tirando de los pelos por no poder cortar la emisión —dice Peeta.

Beetee le devuelve la retransmisión al Capitolio, donde una periodista de rostro serio anuncia que los civiles deben evacuar sus casas. Entre su actualización y la historia anterior, consigo marcar en el mapa las posiciones de los dos ejércitos.

Oigo pasos en la calle, me acerco a las ventanas y me asomo por una rendija de las contraventanas. Un
espectáculo extravagante está teniendo lugar bajo los primeros rayos del sol: refugiados de los edificios
ocupados se dirigen al centro del Capitolio. Los más aterrados van en camisón y zapatillas, mientras que los previsores están abrigados con varias capas de ropa. Llevan de todo, desde ordenadores portátiles a joyeros, pasando por macetas. Un hombre en bata sólo lleva un plátano demasiado maduro.

Los niños, desconcertados y somnolientos, tropiezan detrás de sus padres; la mayoría están demasiado
perplejos o aturdidos para llorar. Veo trocitos de ellos desde mi posición: unos grandes ojos castaños;
un brazo agarrado a una muñeca; un par de pies descalzos azulados que se dan contra los irregulares
adoquines del callejón... Verlos me recuerda a los niños del 12 que murieron intentando huir de las
bombas incendiarias. Me alejo de la ventana.

Que podría ser mi hijo, me toco el vientre. Ya perdí la cuenta de cuantas semanas pasaron. ¿Seran 24?

Tigris se ofrece a hacernos de espía, ya que es la única por la que no ofrecen recompensa. Después de
escondernos abajo, sale al Capitolio para recabar cualquier información útil.

Mientras, doy vueltas por nuestro encierro y vuelvo locos a los demás. Algo me dice que no aprovechar la marea de refugiados es un error, ¿qué mejor disfraz podríamos tener? Por otro lado, cada persona de las que abarrotan las calles es otro par de ojos más buscando a los cinco rebeldes huidos. Pero ¿qué
sacamos quedándonos aquí? Lo único que hacemos es acabar con nuestra pequeña reserva de comida y
esperar... ¿a qué? ¿A que los rebeldes tomen el Capitolio? Podrían tardar semanas, y no sé bien qué
haría yo si lo consiguieran. No correría a saludarlos. Coin haría que me llevaran al 13 antes de que pudiera decir: «Jaula, jaula, jaula». No he recorrido todo este camino, no he perdido a toda esta gente,
para entregarme a esa mujer. Yo mato a Snow. Además, habría un montón de cosas sobre los últimos días que no sería capaz de explicar. Varias de ellas, si llegaran a saberse, supondrían tirar a la basura mi trato para lograr la inmunidad de los vencedores.

Mi salvación -Peeta MellarkWhere stories live. Discover now