Capítulo 46: después

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Poco después de ese día tuve un sueño muy peculiar.

Clari aparecía en él, pero no era ella lo que lo hacía extraño ni el lugar donde me encontraba. Estábamos en un parque el Día de la Primavera y lo atribuí a que era ya el fin del mes de agosto, lo cual indicaba que pronto llegaría el veintiuno de septiembre y tal vez yo pensaba en eso, aunque de manera inconsciente; o bien a que el último Día de la Primavera lo pasé con ella, Fer y Lara. Lo verdaderamente raro era lo que Clari me decía en ese sueño.

Nos encontrábamos aparentemente solas, una manta rosada con flores pequeñas cubría el pasto verde que se decoloraba en degradé, lo noté cuando ella apoyó el mate que estaba tomando y se dirigió hacia mí. Ese cambio de color de la superficie sobre la que nos sentábamos me hizo comprender que nos encontrábamos en los acantilados cerca de mi casa, mi verdadera casa; y, como si lo hubiese llamado con el pensamiento, el viento de septiembre comenzó a soplar, meciendo el cabello castaño oscuro y lacio de mi amiga.

Me sentí brevemente feliz al saber que estábamos en primavera, en mi ciudad, con Clari —aunque no había notado la falta de mis amigas— y disfrutando del día soleado. Pero pronto ella dejó el mate en su sitio y me observó seriamente, agarró mis manos y las mantuvo envueltas entre las suyas, apoyadas sobre la manta que se extendía bajo nuestros cuerpos sentados en posición de indio. Sus ojos de color del café totalmente fijos en los míos, atentos a lo que me iba a decir, hizo que yo pusiera más atención aún.

—Luci, tenés que ayudarlos —dijo con una expresión preocupada.

—¿A quiénes? —pregunté.

—A ellos. Debés ayudarlos cuando está en tu poder hacerlo, antes de que sea demasiado tarde.

La miré sin comprender.

—Tenés que prometerlo, amiga —insistió.

—Te lo prometo —fue lo único que pude responder y entonces el sueño se desvaneció, haciendo que me despierte y sumiéndome en la confusión.

Me entristeció saber que sólo fue un sueño, que no había estado con ella realmente, que no estaba en mi casa, sino muy lejos de allí y de mis amigos, que no era primavera, que todavía el frío del invierno se colaba por las ventanas de mi cuarto. En la oscuridad sentí un escalofrío, me cubrí los hombros con la manta y volteé hacia el otro lado mientras intentaba olvidar lo soñado y volver a dormir. Fue difícil hacerlo, pero finalmente, y después de muchas vueltas en la cama, lo conseguí.


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Con respecto a mi decisión de volver a Los Acantilados, costó lo suyo convencer a mis padres. Y lo sabía. Pero la resolución llegó después de muchos, muchísimos intentos fallidos, cuando a mamá se le ocurrió una idea.

—Querido, ¿por qué no lo vemos de otra manera?

Mi padre frunció el entrecejo, esperando que prosiguiera.

—Claro. Es verdad que aún es menor de edad, pero con nuestra autorización podría manejar el almacén. Y además tiene razón cuando nuestra hija habla de que la casa no la vendimos y ella podría vivir sin problemas allí.

Pasó un tiempo hasta que ellos se decidieron, indicándome todas las órdenes que debía seguir cuando llegara a casa. Volver tendría sus cambios: debía trabajar en el almacén, pero eso no traería problemas si conseguía la manera de organizarme; ya conocía mi vida allí, y eso hacía más fácil llevar a cabo los encargos que se me exigieran.

Así que ahí me encontraba, comenzando el mes de septiembre, abrigo sobre los hombros en la playa de Mar del Plata mientras el viento azotaba mis cabellos. Dylan agarró mi mano y la llevó dentro del bolsillo de su campera, junto a la suya.

Nada más que un añoWhere stories live. Discover now