Capítulo 30: las apuestas se cumplen

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Al igual que la vez anterior, Dylan pasó por mí a la salida del instituto. Me preparé para la adrenalina que suponía subir a su Honda XRE 300, pero no la divisé allí. En cambio, me esperaba de pie con sus manos en los bolsillos y una sonrisa radiante. Cada vez que veía esa sonrisa era porque iba a hacer algo astuto y no me iba a gustar, pero aquella vez solamente sonreía por placer.

—¿Le sucedió algo a tu moto?

—No, simplemente he decidido que no nos vendría mal caminar si vamos a recorrer algunos lugares de la ciudad.

Asentí, sabiendo que tenía razón y a la vez aliviada por no tener que usar su moto como modo de transporte. Caminamos de vuelta, siguiendo el recorrido que nos llevaba hacia nuestras casas, sin saber muy bien hacia donde nos dirigíamos. Hasta que Dylan me informó.

—He pensado en pasear por la calle principal y luego ir a ver el mar.

Se refería a la calle San Martín, donde se encuentran todos los negocios y se llena en temporada de verano.

—Me parece justo, tengo ganas de un café ahora mismo.

—También me apetece —dijo, luego se volteó hacia mí y me sonrió de manera sencilla, sin sus trucos raros—. Iremos allí en primer lugar.

Seguimos nuestro camino con un breve silencio. Pero luego, rebuscando en mis pensamientos, surgió una duda que debía ser respondida en ese momento.

—Así que vos y Marcos están bastante informados de nuestro día a día... —insinué.

—Por supuesto —respondió sin vacilar—. ¿Por qué preguntas?

—Sabías cuál es mi instituto sin que yo lo mencionara.

—Ya te he dicho que mi padre y yo nos llevamos de maravilla con vosotros. Sois muy majos.

—Bueno, supongo que están más en contacto de lo que pensé.

—Realmente lo estamos. Nuestros padres se llaman entre sí, falta reunirnos y ya. Después de todo, somos vecinos —me regaló otro de sus guiños—. Y a propósito de que eres mi vecina, vamos por buen camino, ¿cierto? 

—S-sí —dije. ¿Pero qué quería decir? —Eso creo.

—Nos estamos conociendo. Por fin —admitió, como si quisiera conocerme desde hace mucho tiempo.

Simplemente asentí, sin saber que decir al respecto.

—¿Sigues leyendo ese libro de poemas? —preguntó de pronto, cambiando el tema de conversación.

Entonces sonreí porque recordé estaba en mi mochila junto a todos mis cuadernos y libros de clase.

—Sí, pero lo empecé de nuevo.

Adopté esa costumbre semanas atrás porque es lo que me hacía sentir a Matt presente, aunque no estuviera conmigo. Al igual que las fotos pegadas en las paredes de mi habitación, sólo estaban ahí porque, además de que se apreciaban muy bonitas en aquella pared blanca y desierta, también me recordaban a ellas: Clari, Fer, Lari, y también tenía las fotos de Anahí en la cafetería. A la vez me hacía extrañarlos, pero es el precio que hay que pagar por tener amigos que valen la pena.

—Te gusta mucho. ¿Podrías prestármelo algún día? Me interesa saber lo que a ti te interesa.

—Sí, me gusta. Pero no es eso, lo leo porque me lo prestó Matt. Y no, a menos que él me dé permiso, no voy a prestárselo a nadie.

—Vale, qué lástima —vaciló, luego frunció el entrecejo— ¿Quién es él?

—Mi amigo —pero seguía confundido, pensando—. Uno de los que dejé en Los Acantilados.

Nada más que un añoTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon