Enfermedad Inesperada

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Cuando Maia despertó sintió una horrible punzada en su muñeca izquierda, intentó incorporarse en la cama, afincando la muñeca derecha, pero el dolor se repitió, tan agudo e intenso que sus cuerdas vocales emitieron un grito sordo, cayendo al suelo. Como pudo se arrastró hasta la cama, impulsándose con sus codos para levantarse. 

Se puso de pie, con las manos adheridas cuidadosamente a su pecho, se dirigió a la puerta, intentó abrirla, pero el cimbrón se intensificó en su muñeca derecha. No pudo evitar caer de rodillas, trató de mitigar su agonía contrayendo los músculos de la cara lo más que pudo. La intensidad del pinchazo fue mermando, se sentó en el suelo, debilitada por la aflicción corporal.

—¡Gonzalo! —quiso gritar fuertemente, pero su voz apenas era un susurro dentro de su propia habitación.

Con ayuda de sus piernas se echó hacia atrás, llamando a su primo con más fuerza.

Gonzalo se encontraba en el pasillo cuando le escuchó. Abrió la puerta súbitamente. El borde de la misma pasó casi rozando las piernas de Maia, quien las terminó de recoger presurosa. 

En cuanto se asomó en el cuarto, buscó a su prima por toda la habitación con un rápido vistazo, descubriendola en el suelo, se agachó a su lado, contemplando su rostro bañado en lágrimas.

—¿Qué ocurre? —le interrogó, tomándola por los hombros—. ¿Puedes ponerte de pie?

Maia asintió, sin embargo, en un rápido movimiento, Gonzalo pasó su brazo derecho por debajo de las piernas de la joven, colocó la otra en su espalda, pidiéndole que se recostara de su pecho. La levantó como si fuese el ser más liviano en la tierra, llevándola, de nuevo, a la cama.

—Por fa, llama a mamá.

Okey, pero prométeme que no te moverás de aquí —le pidió.

Bastó que Maia le diese una respuesta afirmativa para que Gonzalo saliera corriendo en busca de Leticia.

Sus padres no tardaron en llegar. Maia estaba recostada en la almohada, con los pies cerca de sus glúteos, y los brazos caídos a los lados, reposando sobre el cubrecama. No tenía intención de moverlas, pero reaccionó ante las preguntas nerviosas de su madre, que poco a poco, se acercaba a ella.

—Mamá, me duelen las muñecas —confesó, recogiendo el brazo izquierdo lo más suavemente que pudo.

—Es mejor que llamemos a Jesús Montero —comentó Israel saliendo por el teléfono.

—¿Ambas? —preguntó su madre acariciando el rostro de Maia, mientras ella afirmaba con un movimiento de su rostro—. Iré por una toalla para limpiarte el rostro.

En cuanto Leticia entró en el baño, Gonzalo se sentó a su lado.

—¿No me digas que anoche estuviste persiguiendo a algunos non deserabilias? —Maia sonrió, haciendo un gesto de dolor—. Menos mal porque no te lo perdonaría.

—Bien —comentó Leticia, sentándose al lado de su hija—, creo que con esto estarás un poco presentable para cuando el doctor llegue —le aseguró pasando con delicadeza la toalla húmeda por su rostro—. ¡Qué fea te ves cuando lloras! —exclamó con voz de pucheros, lo que hizo que ganara la desaprobación de Gonzalo.

—Montero viene en camino —afirmó Israel entrando en la habitación—. ¿Te has golpeado o caído?

—No. Después de que el Prima se retiró, me puse a repasar un poco para el examen de Matemática, luego Gonzalo vino a leer. Ese fue todo mi día.

Leticia, Gonzalo e Israel se observaron. Era muy extraño que Maia se sintiera mal, no había tenido ninguna actividad física extraordinaria que le lastimara. Decidieron esperar por el diagnóstico del doctor Montero, ellos solo podían suponer los motivos por los cuales la joven no podía usar sus manos.

El Corazón de la Luna |EN EDICIÓN|Where stories live. Discover now