Devoción

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Le he encargado las hojas, la pluma y el tintero mientras yo cargo con los capotes para cubrir el frío suelo donde nos sentaremos.

¡Elyo, mi Elyo! Cuando yo contaba con diez años, la vida del pequeño Elyo se abrió camino entre nosotros; su llanto nocturno despertaba a toda la Aldea. Una noche le tomé entre mis brazos: ¡era tan frágil pero a la vez tan fuerte! Le quise desde ese instante, mas nunca pensé que tendría un afecto tan grande por él.

¡Oh, cielo mío! Mis esperanzas están puestas en él, y no sabes cuánto deseo que sea feliz. Mi pequeño Elyo, tan dulce e inocente, es la luz de mis ojos.

                                                                                                                               Ackley.

Para el segundo recreo, Maia decidió sentarse un poco apartada del grupo. Aidan había ido a la biblioteca a buscar unos libros teóricos de Química. Dominick seguían sin aparecer. Ignacio se retiró a las mesas que se encontraban debajo de los árboles de mango, necesitaba de un poco de soledad para revisar los ejercicios de Física que debía entregar el lunes. El resto del grupo se sentaron juntos para comer frappe.

Sacando su portátil, bajo la mirada vigilante de su guardián, que de vez en cuando le echaba un vistazo para cerciorarse de que no se encontraba en peligro, Maia buscó su audiolibro La Abadía de Northanger. Gonzalo se la había recomendado pues era tan inglesa que la encontraba fascinante. Como ya había acabado con Ifigenia, desilucionándose del final abierto pero con tintes más amargo que dulce, quiso entretenerse con otro libro totalmente ajeno al anterior, así tendría impresiones para compartir con su primo, y quizá, tendría argumentos para convencer a Itzel de que lo leyera en cuanto soltara Doña Bárbara.

En su mente, aún rondaban las palabras de Dominick. Se sentía entristecida por haberle respondido de aquel modo, pero Ignacio no era la mala persona que todos creían que era. Él había tenido una infancia un poco dura. Había vivido por años apartado de cualquier relación con personas contemporáneas a él. Le habían educado solo, alejado de su madre y de su hermano, todo porque su Donum de Custos apareció antes que el de su hermano mayor.

Tenía diez años cuando eso ocurrió, la misma edad de Ackley tenía cuando Elyo nació, así que por el bien de Ignis Fatuus y de la Primogénita se le arrebató la niñez, dejándole completamente aislado.

Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela... —inició la narradora con su natural acento español.

Maia tuvo que ponerle pause al libro. Necesitaba acostumbrarse al acento de la Madre Patria, pues el sonido no le era del todo familiar, en especial cuando se está acostumbrado a las traducciones mexicanas. Iba a volver a empezarlo, se había dado cuenta de que la chica que narraba tenía un tono de voz agradable, pero sintió la presencia de alguien en la mesa.

El aroma a rosas evocó a Natalia. Efectivamente, la joven se sentó frente a ella, observándola con una dulce sonrisa, gesto que Maia no podía percibir, sin embargo no le trataría de forma grosera. Se quitó los audífonos, sonriendo lo más amigable que podía.

—¡Hola Natalia!

—Cada día me sorprendo más de tus habilidades de percepción.

—¡Gracias! —contestó amablemente.

Si la chica hubiera tenido la oportunidad de convivir más con una invidente se daría cuenta de que, para quienes le rodeaban, Maia era una joven completamente normal.

El Corazón de la Luna |EN EDICIÓN|Where stories live. Discover now