Depresión

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Dominick llegó un poco cansado a su casa, estaba agotado de tanto pensar. Ni siquiera en las tutorías pudo conservar su paciencia.

La situación de Saskia, el verse sin la compañía de los que consideraba sus amigos y la ausencia de dos Primogénitos le tenía preocupado. Él sabía mejor que nadie lo que significaba perder a un familiar, a una persona amada, y de cierta forma el alejamiento físico de las personas que había aprendido a querer, por lo que no deseaba revivir sus trágicas experiencias infantiles.

Llegar a su casa no le emocionaba. De seguro tendría que encontrarse con Octavio, mas no tenía otro sitio adónde ir. Aún eran las cuatro de la tarde, lo que suponía que su papá no había llegado. Había comprado algunos bombillos para reemplazar los que había quemado la noche anterior.

Esa mañana Marcela le atendió en silencio, sabía que su abuelita estaba conmocionada por lo que había ocurrido. No le pidió explicaciones, él iba a intentar darlas pero algo en su lenguaje corporal hizo que se detuviera. Ella nunca quiso saber nada de la Fraternitatem, ni por parte de su esposo, ni de su hija, ahora el recelo que había mostrado con estos lo estaba manifestando con él.

Eso hacía que la carga que tenía que llevar fuera más pesada de lo que era.

Contrario a lo que esperaba, Octavio se encontraba allí con un electricista, revisando cada toma. Su padre necesitaba una explicación técnica de lo que había ocurrido la noche anterior.

Su abuela materna estaba parada al lado de su padre, ella sabía que era lo que había ocasionado los cortocircuitos, aun cuando no lo aceptaba. Era más fácil para Marcela pensar que Dominick seguía siendo su niño amado y no un monstruo descendiente de un Clan mortal.

—Dame el dinero —le exigió Octavio—. Necesito pagarle al electricista.

—Yo no lo traje.

—Pero vives en esta casa.

—Puedo colaborar con una parte, pero necesito el resto para mi manutención.

Dominick sacó la cartera con el dinero que había ganado esa tarde. La abrió, sintiendo un templón en sus manos. Octavio se la arrancó de las manos. La impotencia hizo que su rostro se colorara, era tan molesto ser tratado de aquella manera delante de un extraño.

Respiró profundo, en un intento de controlarse, tendiéndole la bolsa con los bombillos a su abuela. El hombre recogió su dinero y se fue. En cuanto la puerta se cerró, Octavio le arrojó la cartera, golpeándole el pecho.

—No debiste haberme quitado el dinero, te dije que te daría la mitad.

—¡Cómo te atreves a hablarme así! Has acabado con mi tranquilidad, así como acabaste con la vida de tu madre.

Sus palabras hicieron que un nudo de le atara en la garganta. Rápido sus ojos se llenaron de lágrimas, había tocado una tecla sumamente dolorosa en su vida.

—¿En serio, papá? Pues yo pienso todo lo contrario. —Octavio le vio con una mirada desorbitada—. ¡Fuiste tú y no yo, él que terminó acabando con su vida!

Arrojó el bolso hacia los muebles y salió, tirando la puerta tras de sí. Sus ojos continuaban llenos de lágrimas, con el brazo se las arrancó con rabia. ¿Qué era lo que había hecho para que le trataran como una basura? Siempre había permanecido en su casa manteniendo un perfil bajo. Hasta ese entonces, le había perdonado todo a Octavio, incluso la maldición que le había lanzado la noche anterior, pero la memoria de su madre era lo más importante y más grande que tenía, y su padre, sin derecho, acababa de meterse con ella.

Todavía la recordaba en aquella fría cama de hospital, despidiéndose, mientras le decía que debía ser fuerte. Y eso era lo que había estado intentando hacer desde que falleció.

El Corazón de la Luna |EN EDICIÓN|Opowieści tętniące życiem. Odkryj je teraz