El Compromiso de Ignis Fatuus

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La cena había pasado. De cierta forma, Aidan estaba feliz de que Ian se hubiese marchado; prefería mil veces permanecer en la presencia de Gonzalo y de Ignacio que en la de ese sujeto. Pensó en hacer algo diferente durante su primer día en la Aldea de Ackley, y su idea de distinto era precisamente salir de las cuatro paredes en donde se había encerrado desde su llegada.

No tuvo quejas de la habitación que le asignaron: tenía un sencillo escritorio y un banquito, una cama con mosquitero y cómodas almohadas. Un baúl con algunos cambios de ropa que Ackley le facilitó. Lo revisó todo, tomando un jubón gris plomo que iba bien con sus gregüescos. 

Se miró a través de los vidrios de la ventana, tomó un capote negro que le habían cedido y salió a la sala, topándose con Ackley, quién iba de salida.

—¿Te queda bien la ropa? —le preguntó, terciándose el capote.

—Sí, la verdad es que me queda magníficamente bien.

—Me alegra. ¿Quieres acompañarme a visitar la Aldea? Pronto anochecerá y necesito darle luz a mi gente.

—¡Claro!

Era imposible negarse, lo menos que deseaba era pasar el resto del día entre la sala y la habitación, sobre todo después de darse cuenta de que Itzel no solo se había ganado la confianza de la madre de Ackley, sino que estaba compartiendo con ella recetas de cocina, algo totalmente aburrido para él. Por lo visto, la chica estaba haciendo uso de los talentos adquiridos con el cuidado de sus tres hermanitos.

Aidan se dio cuenta de que muchos callejones desembocaban en la calzada principal, en donde estaban ubicados los modestos locales de ventas de frutas, panes, carne seca y otros enseres. La vista no era muy distinta a lo que encontró a su llegada, salvo por algunas redomas a ciertas distancias. En una de ellas había un grupo de músicos tocando, entretanto jóvenes y niños ensayaban una rara danza que le llamó la atención.

Se contuvo de preguntar. Acto seguido, apreció como Ackley levantaba su mano hacia el cielo, cerrando suavemente sus dedos para luego abrirlos muy rápido: los faros de la plaza se encendieron, lo que regaló alegría a los presentes. Aquel gesto comenzó a hacerse más frecuente: era la forma en que el líder de los Ignis Fatuus le brindaba luz a los suyos. Los agradecimientos no se hicieron esperar. Los pequeños corrían a abrazar al Primogénito que era más un hermano mayor que un jefe.

Por primera vez, Aidan sintió pena por ellos, por los adolescentes que danzaban y saludaban con una reverencia a Ackley, por los niños que se regodeaban en tan generoso gesto, por las jóvenes que le miraban con disimuladas sonrisas coquetas y murmuraciones de simpatía. ¿Qué culpa tenían ellos de los sentimientos que se acunaban en el corazón del hombre y de las fobias de la Fraternitatem Solem?

No pudo evitar pensar en su familia, en su abuelo que había entregado su vida para que los Primogénitos tuvieran la oportunidad de seguir unidos; en Ibrahim agonizando en una de las aceras de Costa Azul y su valentía al ponerse de pie para correr detrás de su atacante; en Saskia a quien muchas veces no lograba comprender, pero siempre estaba dispuesta a ayudarlos.

En Itzel, que era la voz de la consciencia y la razón del grupo; en Dominick, al que a veces quería patear, pero que al final del día era el mejor de los compañeros, y finalmente, en Amina y en Gonzalo, en los lazos que les unen y en el grado superlativo de sacrificio por los demás, sin importarles la deuda de honor que los Clanes tienen con el suyo.

—Esta noche mi Prima vendrá a casa. Les ordenaré que se encargaran de sus asuntos, pues me imagino que desean estar entre los suyos.

—Poco conozco de Evengeline.

El Corazón de la Luna |EN EDICIÓN|Where stories live. Discover now