19. Ojos

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«Órgano de la visión. Mirada.»

Aitana

Todavía el pelo largo me daba golpes humedeciendo mi abrigo justo antes de entrar a la boca de metro. A penas tardaría quince minutos en llegar a casa de mi abuela para darla una sorpresa sirviéndome el trayecto de tiempo de estudio.

Abrí la libretita que siempre me acompañaba a cualquier lugar del mundo para plasmar el boceto del traje que tenía que hacer con mi compañera Ann. Con la que por cierto tenía que quedar para prepararlo y charlar durante un rato sobre su viaje exprés a Valencia para ver a su familia y a su mejor amiga Sofía, a quienes extrañaba mucho por culpa de la distancia.

Llamé al timbre dos veces rápido y una más lento, como hacía mi abuelo. Mi yaya abrió al instante con una de sus imborrables sonrisas. Me advirtió de que había visita y, aunque al principio no supe reconocerla teniendo en cuenta que se me había olvidado ponerme las lentillas y no veía un pijo de lejos, al acercarme un poco más pude reconocer a la persona que se tomaba el café humeante intentando evadirse del frío del exterior.

María. Compañera de quimio de mi abuelo.

Aún recuerdo cuando la conocí. Estaba al lado de mi yayo, enseñándole unas fotos de sus gemelas mientras se apartaba el pañuelo rosa que cubría su poco pelo por culpa del tratamiento que la habían medicado después de muchos simples calmantes pensando que era una simple hernia que realmente escondía un cáncer de mama.

La había echado de menos. Puede que por ese y otros infinitos motivos ese primer abrazo que duró más de cinco minutos se me quedase corto. Mi abuela se acomodó con nosotras después de servirnos unas torrijas riquísimas que cocinaba ella.

Parecía que los ciclos de María iban bien, que progresaba y su calidad de vida aumentaba. Me alegraba mucho, infinitamente mucho. Y más después de ver como mi abuelo no había podido ver su mejoría. Nos confesó que se acordaba mucho de él, en cada proceso de quimio, cuando agarraba ese pañuelo que siempre llevaba mi abuelo en su bolsillo del pantalón. Repitió que le daba mucha pena no haber podido ir al entierro por uno de esos ciclos de veintiún largos días en los que el descanso apenas duraba.

Jimena y Sandra, sus gemelas, crecían a pasos agigantados y como bien decía la orgullosa madre, ella sólo quería verlas crecer y que fuesen felices. Porque, al fin y al cabo, aunque supiese que corría el riesgo de que esta maldita enfermedad la tumbase, jamás nadie dirá que pudo con ella, porque entonces estarían mintiendo.

Las agujas acabaron dando media vuelta al reloj y, antes de que me pudiese dar cuenta, mi alarma me avisó de que ya era hora de marchar, aunque yo no quisiese. Me despedí de ambas, prometiéndolas a cada una por separado verlas más a menudo, uno de los propósitos que me marcarían en mi inseparable agenda del nuevo año que casi acababa de entrar.

Giré la doble vuelta de la llave en la cerradura de mi piso. Cada vez lo sentía más hogar, puede ser porque el estilo de decoración se parecía cada vez más al mío propio, por los dibujos que me hacían mis primos o por aquella guitarra negra que Luis me había dejado temporalmente para que aprendiese a tocar un par de acordes básicos prometiéndome que él sería quién me enseñase.

Me recogí el pelo en un moño un tanto imperfecto, mis pies se deshicieron rápidamente de mis botas y me senté en forma de indio, cuaderno en mano, intentando que alguna idea saliese de mi cabeza. Aunque estaba claro que nunca verían la luz.

Salió un "Besa la verdad" al que le faltaba la melodía completa porque, aunque me había apoyado en el pequeño teclado que tenía en el salón y en alguna que otra nota desafinada del instrumento de cuerda, no era capaz de encajarla por completo en un sonido melódico y bonito del que tiempo después no me acabara arrepintiendo.

Tus acordes en mi guitarraWhere stories live. Discover now