44. Nada

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«Ninguna cosa.»

Cepeda

Evidentemente, no esperaba que me recibiese con los brazos abiertos, tampoco con una sonrisa. A pesar de que haya sido mi deseo de varias estrellas fugaces y haberle rezado a su canción favorita.

Ella, en sí, era mi deseo. Que todo le fuera como un día me contó. Que fuese feliz, aunque yo no fuese su constante.

Pasamos la tarde entre piezas de construcción y muñecos bebés, que necesitaban ser cuidados con mucho amor. Ese que parecía que yo había perdido con el paso del tiempo.

A falta de unos minutos para que fuesen las nueve, Oli reclamaba la cena, pero no la que había dejado su madre y que ella odiaba. Quería una tortilla de patata, de las mías, de las que en su momento le hice a Aitana muchas de las noches que convertíamos su casa en la nuestra, después de enredarnos y desenredarnos juntos en las sábanas y lo que no eran las sábanas.

Había una parte de mí que se autoodiaba, por no haber sabido olvidarla en los últimos años. Por no querer hacerlo. Ni siquiera cuando estaba con Ruth, una relación estable, bonita, e incluso en algunos momentos, mágica. Pero sin futuro.

Ruth quería una boda, unos hijos, una casa con hipoteca compartida, veranos en la playa del mediterráneo y unos días en Galicia. Ella quería lo establecido, lo pautado por una sociedad que cada día me parecía más aburrida.

Pero yo no quería eso.

No sabía si estaba preparado para todo eso. No cuando ni siquiera estaba seguro de la relación de pareja. Así que lo dejamos, nos abandonamos, un día cualquiera, sentados en el sofá intentando aclarar todo, buscando entre la niebla lo que un día soñamos y que ahora no veíamos como objetivos ni prioridades.

Y ahí me encontraba, muchos años después de haberme marchado, cocinando mi plato estrella, con mi sobrina subida a la encimera y Aitana entreteniéndola para que no metiese las manos entre cuchillos o sartenes calientes.

No falta que hace decir que la más pequeña devoró todas las porciones que estaban en su plato, y que incluso repitió. Aitana sonreía al verla tan feliz, al igual que yo. Oli nos contaba historias del cole, que probablemente su tía supiese de memoria y ni la hiciese escuchar porque las había escuchado el mismo día del suceso. Sin embargo, yo no. Porque las videollamadas no duraban lo suficiente, porque su tito que la adoraba solo podía llamarla los fines de semana, cuando se liberaba un poco del trabajo.

Realmente no puedo culparme de no estar porque sí lo he hecho. En su nacimiento, sus primeros días, su primera palabra, sus primeros pasos, ese primer día de colegio, su primer baile de navidad, el de verano, todos y cada uno de sus festivales... sí había estado, pero tanto como me gustaría y eso cada vez pesaba más.

Pero ahora iba a hacerlo mejor. Ahora sí iba a estar cuando ella saliese del cole y me la podría llevar un par de días a Galicia para que viese a sus avós. De hecho, lo hablaría con mi hermana, porque tenía planeado ir dentro de no mucho y quizá podrían unirse los tres, o los cuatro, si Pablo se adelantaba más de la cuenta.

Oli cayó rendida en la cama después del tercer cuento porque el bicho se los sabía todos y solo prestaba a los dibujos que iban saliendo en las páginas que leía Aitana. Nos hizo prometerle que repetiríamos, pero que la próxima vez sería más tiempo para poder ir a por un helado. Nos había salido lista la niña. Aceptamos a regañadientes porque a ninguno de los dos nos apetecía, pero sobre todo ella no tiene una pizca de ganas.

Salimos de su cuarto y Aitana no tardó ni dos minutos estar lista con su abrigo y su bolso colgado en su hombro. Estaba a punto de salir por la puerta, sin despedirse, pero yo tampoco podía pedirle nada, porque no sería justo. Me limité a sonreírla y desearla buenas noches mientras cruzada el pasillo intentando no mirarla, porque si lo hacía, iba a caer de nuevo en ella. Y eso no podía permitírmelo. De su boca salió un casi inaudible "adiós" segundos antes de que cerrara la puerta.

Tus acordes en mi guitarraWhere stories live. Discover now