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Sin casi darme cuenta el viernes llegó y, con él, la inauguración del nuevo restaurante de mi padre en la ciudad. La verdad es que no me acordé hasta la tarde anterior –cuando mi padre me llamó– de que había quedado para comer con él en el restaurante para acabar de ultimar los preparativos para la fiesta –y ayudarle a calmar sus nervios–. Por suerte, dado que mi padre me había avisado lo de su inauguración antes de que mi vida se convirtiese en un auténtico despiste, pedí horas para salir antes del trabajo aquel día con antelación.

Me alegré de ser tan precavida y organizada, por mucho que esa Lara hubiese desaparecido aquella última semana por culpa de un italiano cabrón que había vuelto para desordenar su vida una vez más.

Como buen día soleado de finales de junio, el calor al mediodía era agobiante y la humedad que el mar regalaba a la ciudad todavía lo hizo más insoportable. En cuanto salí del ambiente fresco del edificio en el que trabajaba y el bochorno me invadió en a penas segundos, me hice un moño alto para poder caminar sin morir en el intento.

Sí, podría haber ido en metro, pero bajar al infierno no era mi plan para aquel día.

Cinco minutos después, conseguí llegar a la parada del autobús cuando este hacia su parada. Me subí sin pensarlo, pues recordé que el número doce me dejaría a apenas una manzana del restaurante –y al menos dentro funcionaba el aire acondicionado–.

Casi media hora después –había demasiado tráfico– y tras caminar bajo la sombra cinco minutos más, llegué al edificio. El restaurante de mi padre era un local grande de dos plantas que se encontraba en lo más alto de aquella construcción de la ciudad, así que todavía debía subir algo más de cuarenta plantas.

Era un lugar muy diferente al otro restaurante que tenía, el cual a pesar de ser también grande estaba a pie de calle, pero mantenía la misma sintonía en la decoración. Además, la terraza con la que contaba en el piso de arriba era perfecta para disfrutar de las vistas de la ciudad y del mar durante las calurosas noches de verano.

En cuanto el ascensor se abrió para darme paso a la estancia, vi a varias personas corretear con utensilios, decoración y otras cajas que no pude identificar qué contenían mientras mi padre, visiblemente estresado, ordenaba a cada una de esas personas dónde dejar las cosas.

–Helga, deja ese jarrón ahí. ¡No, ahí no! ¡Ahí! –oí que decía llevándose las manos al rostro mientras me acercaba a él. Nadie parecía haberse percatado de mi presencia.

–Hola, papá –le saludé.

–Sí, hola. Ahora la atiendo, señorita –contestó demasiado formal–. Por favor, Carlos, ponte con el montaje de las mesas o no llegamos. ¡No llegamos!

–¡Papá! –alcé ligeramente la voz mientras me reía– Que soy yo.

Al fin pareció darse cuenta de quién era la persona que ahora estaba a su lado y me miró sorprendido, como si no me esperase.

–Ay, hija. Perdona, no me había dado cuenta de que eras tú –se disculpó en un tono más distendido que el que le dedicaba a los demás– ¿Qué hora es ya? Has venido muy pronto, ¿no?

–Es casi la una de la tarde –le hice saber tras mirar mi reloj.

–¡Ay, Dios! –se sorprendió– ¡Chicos! ¡Chicas! ¡Disculpad! ¡Pausa para comer! En una hora volvemos a la faena –anunció a sus trabajadores, observando cómo estos agradecían la pausa.

–Vamos a la cocina, hija. Esto es un desastre –comentó casi para si mismo.

Me dediqué a examinar el entorno y objetivamente lo veía todo en su lugar. Sabía que mi padre siempre había sido muy meticuloso con la decoración y quizás algunas cosas no estaban en su lugar, pero tanto como para decir que aquello era un desastre tampoco. Sin duda, estaba más nervioso de lo que esperaba.

Y de nuevo, tú © [TERMINADA]Where stories live. Discover now