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Quince horas. Ese era el tiempo que debíamos pasar de vuelo hasta nuestra llegada a Bali. Después del peor despegue de mi vida –al ser el avión más pequeño noté mucho más el movimiento y los temblores–, al fin el jet pareció haberse estabilizado.

Durante todo el rato que duró el despegue, me agarré al brazo de Enzo como si no hubiese un mañana. Supe que la sonrisa medio burlona que se dibujó en sus labios durante todo aquel rato se debía a la gracia que parecía hacerle la forma desesperada en la que no quería soltarlo ni abrir a penas los ojos, pero sentía que si le dejaba ir el avión caería directamente en picado. No obstante, y a pesar de lo cómica que pudiese parecerle la situación, estuvo dedicándome palabras tranquilizadoras o hablándome de otras cosas para distraerme durante todo el rato, cosa que le agradecía enormemente.

La luz que indicaba la obligatoriedad del cinturón se apagó y la voz de la azafata sonó por el altavoz, informándonos de todos los servicios con los que contábamos a bordo y que podíamos pedir en cualquier momento. Enseguida me solté de Enzo, algo avergonzada por haberle cogido incluso con lo que me di cuenta de que fue una fuerza desmesurada, pero agradecí que Enzo no hiciese ningún comentario jocoso al respecto. Él, enseguida se quitó el cinturón, se levantó y se dirigió a otro de los asientos que estaban perpendiculares a mi posición, quedando de nuevo frente a mí pero en otra zona apartada de la cabina. Aquella distancia que él mismo acababa de poner entre nosotros me pareció entonces inmensa y no me atreví ni siquiera a quitarme el cinturón.

–¿Todo bien? –me preguntó él pocos minutos después, tras observar cómo miraba hacia cualquier lugar con tal de no encontrarme con su penetrante, profunda y azul mirada.

–Sí –contesté sin más, sonando menos segura de lo que me hubiese gustado.

–¿No decías que una vez estabilizado el vuelo te relajabas? –preguntó interesado.

–Sí, solo necesito un par de minutos –contesté.

Pero la realidad es que no iba a sentirme completamente tranquila en ningún momento, y menos en un aparato en el que se notaba cualquier pequeña turbulencia. Cierto es que me quedé realmente impresionada al entrar al jet y ver el lujo y el detalle con el que estaba equipado, pero no podía evitar pensar que podían ocurrir miles de problemas técnicos en quince horas de vuelo. Además, estar a solas con Enzo en un habitáculo que, a pesar de su amplitud, me parecía pequeño al estar con él, tampoco ayudaba a calmar mis nervios.

–Tienes quince horas para tranquilizarte, no te preocupes –me recordó–. Te sugiero que te busques un entretenimiento, o que vayas a dormir si te sientes cansada. Allí detrás hay sitio para tumbarse –me informó.

–No, gracias. Estoy bien –le hice saber–. Me pondré a leer.

Saqué de mi pequeña mochila de viaje el libro que me estaba leyendo desde hacía algunas semanas: «A tres metros sobre el cielo», de Federico Moccia. Me sumergí en la lectura durante lo que calculé que fueron un par de horas, consiguiendo relajarme bastante y dejar de pensar que me encontraba volando a miles de metros por encima de tierra firme, pero en varias ocasiones tuve que volver a atrás para releer de nuevo algunos párrafos. Y es que sentir la mirada de Enzo sobre mí cada dos por tres me desestabilizada por completo.

Después de comer la más que agradable cena que nos sirvió la azafata, volví de nuevo a la lectura. No me veía capaz de hablar con Enzo y menos en un espacio tan reducido en el que no tenía escapatoria hasta el transcurrir de varias horas todavía.

En un momento dado, me quedé mirando por la ventana las espectaculares vistas de una ciudad iluminada por completo, que no sabría decir de cuál se trataba, pero que me hizo sonreír al imaginar sin querer el tipo de vida que debían llevar las personas que allí pudiesen vivir. De pronto, un traicionero bostezo se apoderó de mi boca sin darme tiempo a poderlo disimular.

Y de nuevo, tú © [TERMINADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora