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No podía dejar de mirarla. Desde que le había propuesto ir a la feria, una preciosa y luminosa sonrisa se había adueñado de su expresión. Y me encantaba. Además, cada vez que me acercaba a ella o simplemente la observaba, era capaz de distinguir la forma en la que se sonrojaba, llenando mi pecho de calidez.

Las luces decorativas del lugar se habían encendido antes de lo normal debido a la oscuridad del día, pero eso solo hacía que darle un ambiente más romántico y alegre al lugar.

Lara acababa de acercarse a una pequeña niña a regalarle el peluche que ella misma había conseguido después de darle acertadamente a la pila de vasos que debía derribar. Cada gesto que hacía, cada sonrisa y cada acción me enamoraban todavía más. Incluso cuando pensaba que eso era algo imposible. Ella conseguía llenar el día más nublado con la luz más radiante y candente que jamás había experimentado y eso, a pesar de tenerlo siempre claro, parecía recordarlo con plenitud cada vez que tenía la ocasión de estar junto a ella.

Las cosas entre los dos parecían haberse suavizado pese a que la mañana anterior tuvimos un encontronazo en el ascensor de su empresa o de la tozudez por no dejarme las cosas fáciles. Pero, ¿por qué engañarme? Me encantaba cuando Lara se hacía la dura conmigo del mismo modo que cuando tenía la suerte de sentir cómo se tensaba y temblaba bajo mi contacto.

Antes de dirigirnos a la zona de la montaña rusa, esperé a Lara en una de las áreas de descanso mientras ella iba al baño. Cerca de allí, había un pequeño carro de algodón de azúcar en el que decidí comprarle una gran nube de algodón pero de color azul: dulce y delicada como ella, aunque diferente y especial a la vez.

Cuando salió del baño y vio el dulce sujetado por una fina vara de madera en mis manos, se acercó sonriente tras dar un pequeño salto de alegría. Su actitud aniñada me hizo sonreír.

–¿Azul? –preguntó al llegar, extrañada seguramente al no ver el típico color rosa.

–Azul –corroboré–. He entendido antes que no querías nada cliché –dije recordando lo que comentó justo antes de que consiguiese su peluche en la caseta de las escopetas.

–¡Vaya! Enzo Ferrara está aprendiendo a leer a las personas –se mofó ella, levantando con picardía una de sus cejas.

–Para que veas lo que consigues hacer conmigo –contesté observando con ternura cómo bajaba su mirada por unos segundos mientras se sonrojaba por enésima vez. En ese momento, tuve una idea–. Oye, ¿te importa ir yendo a la cola de la montaña rusa? Tengo que ir a un sitio antes –le dije.

–¿A un sitio? Puedo acompañarte, si quieres –se ofreció ella.

–No, no te preocupes –insistí–. Está aquí al lado. No tardo nada.

–Vale... como quieras. ¡Pero me llevo el algodón! –Reí.

–Claro, ten –acepté dándoselo.

Sin más, volví a aclararle que enseguida estaría con ella y vi como se dirigía hacia la cola de la montaña rusa mientras cogía pequeños pedazos del algodón que le había dado y se los llevaba a la boca. Sin pensarlo, me dirigí de nuevo a la caseta del tiro con escopeta y, tras dos intentos, logré tirar el montón de vasos, consiguiéndole el peluche de una tortuga muy graciosa que supe que también le había gustado cuando dudó en su elección hacía algunos minutos.

–¿A dónde has ido? –quiso saber ella cuando llegué corriendo a su lado. La cola de la montaña rusa era bastante multitudinaria y deberíamos esperar varios minutos para poder subir.

–Nada importante –respondí ocultando el peluche en mi espalda.

–¿Qué llevas ahí? –preguntó ella entonces, queriendo ver qué era lo que le escondía, dando un paso hacia un lado e inclinando su cuerpo hacia delante, teniendo que moverme para evitar que lo viese.

Y de nuevo, tú © [TERMINADA]Where stories live. Discover now