42. Guijarros

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42. Guijarros. 

Después de caer agotado en brazos de Aurora tras una nueva entrega de mutua devoción, Steve había dormido profundamente el resto de la noche, recuperándose de la extenuante aventura vivida.

Aurora había pasado las horas de vigilia perdida en cada línea y recoveco del cuerpo del hombre que descansaba plácidamente a su lado. Su masculino rostro siempre rígido se suavizaba y su deliciosa y pecaminosa boca se mantenía apenas abierta.

Sus delicados y ligeros dedos como la brisa, habían estado dibujando sobre cada relieve hasta que cedió al impulso de dejarse caer sobre el ancho y fuerte torso, donde la envolvió su perfume exclusivo amaderado, percibiendo la música lenta de su corazón; y el rítmico subir y bajar de su pecho la acunó hasta dormirse, cayendo en un sueño feliz, junto al hombre que amaba.


Era la primera vez que una mujer lo acompañaba en su propia cama y despertarse con los rayos del sol naciente rodeado de los brazos y piernas de la razón de su nueva existencia hinchó su pecho de una emoción indescriptible.


Desnudos, habían ido al baño y tenido su ducha conjunta. Jadeos, nombres y exigencias por más se perdían bajo el sonido de la intensa lluvia de la regadera. Sus cuerpos húmedos y resbaladizos se sacudieron hasta estallar en millones de estrellas doradas.


Limpio —después de ensuciarse una vez más en la ducha junto a Aurora—, Steve revisaba su cuerpo frente al espejo, cubierto con una toalla en su cadera, posando su mano en los lugares donde había estado marcado hasta una semana atrás. Había convivido tanto tiempo con sus dos cicatrices —la del abdomen y la del hombro—, que nunca realmente se había percatado de su desaparición hasta que descubrió la habilidad de Aurora.  

Sacudió su cabeza, todavía sorprendido por su poder y estiró su brazo para tomar la espuma de afeitar y la pequeña afeitadora.

—¿Qué haces?

Aurora salía de la ducha donde había permanecido unos minutos más, con una toalla rodeando su pecho y otra con la que se secaba su corto cabello.

Qué rara felicidad lo embargaba esa imagen que le hacía saltar un latido a su corazón. Nunca una mujer había estado en su casa, mucho menos en su alcoba o se hubiera adueñado de su cuarto de baño. 

Quería más escenas familiares como esa. 

Una vida de ellas.

La quería a ella, para siempre.

Sonrió como un estúpido enamorado.

—Me afeitaré.

—¿Lo haces cada mañana?

—Así es —se irguió al ver que la muchacha se sentaba sobre el gran lavamanos doble de mármol, contemplándolo con curiosidad—. Imagino que nunca viste a un hombre afeitarse.

—No he visto prácticamente nada que no sea un bosque, las cuatro paredes de una habitación de un barco y esta mansión. Exceptuando mi breve recorrido por Nueva York. 

—Bueno, no es muy diferente a afeitarte las piernas o depilarte —comentó, pasando una de sus manos por la suave piel dorada de su pantorrilla.

Ella lo miró extrañada, frunciendo su ceño.

—¿Afeitarme las piernas o depilarme? Nunca he hecho eso —se encogió de hombros—. No lo necesito.

—Esa es una ventaja envidiable.

Cada minuto resolvía un nuevo misterio.

—Bueno, esto no es lo más fascinante del mundo, pero puedes verme.

Demonio Blanco - Lágrimas de Oro - (Shiroi Akuma #1) - #HA2023Onde as histórias ganham vida. Descobre agora